por Rodolfo Naró
Fotografía en contexto original: minube
Cuando Carlota mi abuela viajaba en avión usaba su piel de zorro. Mi abuelo iba de traje y corbata, como si de un concierto se tratara. Cinco horas antes del vuelo ya estaban listos, esperando que el chofer los llevara al aeropuerto. Sus únicos viajes en avión los hicieron de Guadalajara a Tijuana para visitar a su hija Clemencia, hermana de mi madre.
Los he recordado ahora que estoy por volar a Ecuador y a Venezuela. ¿Qué ropa llevarme? ¿Para cuántos días? ¿Lavaré allá o simplemente le doy la vuelta a las camisetas? ¿Y si llueve? Entonces me llevo más de un par de zapatos. Estaré en Guayaquil, la ciudad más grande de Ecuador, más importante económicamente que Quito, la capital. Voy a conocer los barcos atuneros, las plantas de producción. Espero, en alta mar, ver arrastrar las redes con miles de peces forcejeando por liberarse. Quizá a lo lejos divise las Islas Galápagos, inspiración de Charles Darwin, poeta de la biología.
Escribo esta columna apurado, contestando los últimos correos, haciendo la maleta, conversando con Audomaro Ernesto que me visita de Tabasco, tachando en mi lista imaginaria lo que debo llevar. Decidiendo lo más difícil de todo, qué libros me acompañarán. Esa decisión, cuando viajo, siempre me parece muy complicada. Al final termino llevando más libros de los que puedo leer, sin importar el peso, el volumen ni las recomendaciones. Los libros son los mejores compañeros de viaje, comparten no sólo buenos momentos, sino su paciencia. Previniendo tal efecto hace unos días compré El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger, en su edición de bolsillo, y he decidido dejar El lamento de Portnoy de Philip Roth. Pero desde hace un mes, en las noches estoy leyendo El asedio de Arturo Pérez-Reverte y sigue descansando en mi buró Moby Dick de Herman Melville. Éste podría ser interesante, me digo. Mar, ballena, aventura, 683 páginas, contra las 727 de El asedio.
También tengo que llevarme Letras Libres de junio, las revistas de El país semanal de hace tres domingos y los suplementos Babelia de varios sábados, el libro de licitaciones del DIF y las leyes arancelarias de Ecuador, para echarles un ojo en mis casi 22 horas de vuelo y las 7 conexiones por media América que tengo que hacer para poder llegar a Guayaquil. Todo tiene que entrar en una maleta y en mi portafolio, donde ya mi computadora ocupa el mayor espacio.
Dispongo todo, mis camisas recién planchadas, 4 pantalones, medicina para la gripa, la pasta de dientes que siempre se me olvida y en los hoteles nunca ta dan. Estoy a punto de cerrar la maleta y haciendo un último repaso caigo en cuenta que no llevo ningún libro de poesía. ¿Dónde meterlo? En Caracas seguro que visitaré librerías y compraré alguna edición especial de Eugenio Montejo o el reciente poemario de Rafael Cadenas, me repito. Pero no puedo dejar a la mitad Región de Jorge Esquinca y cómo no he de llevarme en mi primer viaje al trópico a Carlos Pellicer. En pleno oleaje puedo comenzar la postergada corrección de Cuaderno de nostalgias, mi nuevo libro de poesía.
Vuelvo a abrir la maleta. Siento que mi abuela me apresura para que esté listo, como muchas veces lo hizo cuando íbamos mi hermana Ana y yo, con ellos al hotel Rosita de Puerto Vallarta. Mientras mi abuelo conducía ella nos contaba que, cuando era niña, su mayor anhelo era ser domadora de serpientes en un circo. Si supiera que yo estaré pisando la línea del ecuador, parado en el ombligo del mundo, a unos kilómetros del Amazonas, cumpliendo su sueño y enrollándome un pitón al cuello, como su zorro de afilados dientes y mirada vidriosa.
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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Su novela El orden infinito, fue finalista del Premio Planeta 2006.
0 respuestas a «El origen de las especies»
Si supieran nuestras abuelos, cuantas veces nos paramos en nuestro ombligo del mundo recordandolos!!!!!, nos darian alguna señal de amor sobrenatural. Abrazo(.Susana Una mujer argentina)