Creo que nunca he estado más cansada.
Y más satisfecha: lo hemos conseguido.
Ha sido toda una experiencia ver trabajar duro a los chavales que habrán de levantar el país mañana. Ha sido un placer ver que son capaces de organizarse para solucionar un problema: el sofá no cabe por la puerta, a la cama le falta una pieza, esto no hay Dios que lo levante…
Durante tres horas se han cargado nuestra vida a la espalda y la han subido un piso más arriba. Acatando órdenes de los mayores pero asumiendo responsabilidades cuando no había ningún adulto cerca.
Estos jóvenes son mejores que la joven que era yo a su edad.
Se les dijo que aquí a las diez de la mañana y, aunque salieron anoche, a la hora acordada estaban preguntando: ¿qué hago?
Ayer Silvia me ayudó a limpiar y a subir las primeras cajas.
Mañana andaré como Chiquito: si no he bajado y subido por las escaleras cien veces, no lo habré hecho ninguna.
Supongo que a Cris le dolerán las piernas tanto como a mí: ha llegado a la misma hora que la cuadrilla juvenil.
Después llegó Héctor con su destornillador eléctrico, su caja de herramientas y su compañerismo.
Más tarde Sol, que llega a todas partes y además se apuntó a la barrida de la antigua casa.
Jose vino a pesar de su lumbago, aportó ideas , solucionó dudas y más tarde se encargará de que un viejo home cinema que vamos arrastrando de casa en casa, al fin funcione. Cada uno tiene su especialidad.
La lista de agradecimientos es larga, pero imprescindible.
La hago por orden de aparición estelar:
Gracias a Silvia a Cris, Chueca, Javi, Bicho, Héctor, Sol, Jose.
A mi madre, por quedarse con los pequeños.
Y, sobre todo, gracias a Eude y Alejandro.
Y al gato, que anda reconociendo el terreno mientras escribo.