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Dadá ibérico (sobre los treinta años de la santa transición)

Miguel Pérez de Lema

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El referente era el Punk británico, pero entre la agitación política y la buena música de los Clash, y el delirio naif y el rock macarrónico de los Sex Pistols, la movida tiró masivamente por el segundo ejemplo. Era más fácil, más divertido y más español.
Kaka de Luxe no hacía política, ni siquiera hubiera hecho una canción burlándose de la monarquía como los Pistols. Hacía cachondeo sociológico, dadaísmo de transición, y sexo tutiplenario. En una canción animaban al público a matar a sus madres con una lata, en otra describían el gozoso descenso ad inferos de una adolescente casquivana que tras una iniciación sado masoquista se reconocía a sí misma: “esto me pasa por ser una puta guarra”. Otros querían ser santa, quiero ser beata. Y la mejor letra de todas, la que expresa el dadá insuperable: “Quiero ser un bote de Colón/ y salir anunciado en televisión”.
En esa letra dadá –y aunque no lo parezca estamos hablando de literatura- había ya una intuición warholiana, y muy pronto se vio que entre los simpáticos colgados del Rastro unos cuantos, efectivamente, podían convertirse en botes de colón y salir en La edad de oro. Paloma Chamorro y quienes estaban detrás del chamorrismo en Televisión Española fueron la versión posmoderna y genial de la Agit Prop del Partido Socialista. Diseñaron la Operación Triunfo de los años 80 con imaginación, alegría y un morro que te cagas, que era la mejor forma de hacerlo.
La movida, sí, se engrasó con dinero publico y lo damos a esta alturas por bien empleado. “Movida promovida por el ayuntamiento”, cantaron en los 90 los Refrescos en su insólita canción del verano “Aquí no hay playa”. Los San Isidros de Tierno les dieron sus primeros duros, les situaron en cartel, y regalaron a los jóvenes un espejo drogado, hiperlúcido, donde mirarse y ver cómo le salían tachuelas en la chupa, se les crepaba el pelo y les entraban ganas de frotarse, que era lo principal. La transición se ganó follando.
Televisión española siguió colocando a los muchachos con La bola de cristal, y los lisérgicos programas de música de los sábados, -ese Aplauso, ¡ese ballet de Giorgio Aresu!- donde se trataba de intercalar lo más bestia con lo más moña, de Derribos Arias a Los Pecos.
En esa transición hubo muchas bajas. Del cachondeo irreverente se pasaba a la domesticación del “sistema”, “el sistema me oprime, tronco”, y ante la redención que ofrecía la fuga a Móstoles, la boda de penalti con Mari Pili, y convertirse en un pringado igual de pringado que sus viejos, muchos apretaron el acelerador.
Proliferó una estética de satanismo pueril en clave de do menor, sobredosis de heroína, cuelgue psiquiátrico, piñazo mortal a la salida del concierto, tres acordes, estribillo. Había que ser un Haro Ibars, pasar de todo, y salvarse de la doma dándose un pasote, palmando de Sida, lo que fuera. Era la infantería de marina de su generación, comprendían que después del subidón viene otra vez el orden, y no les daba la gana.

(Foto original en ww.losnikis.com)

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Qué es la política? Los discursos interminables, las corbatas aburridas, las proclamas gastadas? Fraga lo había dicho unos años antes para dejar claro que su política apostaba por la acción: la calle es mía. La generación de la movida, que no es la mía, no creía en la política después de ver cómo los sociatas se profesionalizaban y dejaban las propuestas para pasarse a la gestión (el sociólogo Jesús Ibáñez lo resumió en un frase estpenda que encabezaba un artículo en El País: ¿Todavía somos de los nuestros?). Pero tampoco estaba de acuerdo en que la calle fuese de Fraga o del ministro de Interior de turno, así que se lanzaron al Rastro, a los bares de Malasaña, a enamorarse de la moda juvenil, a cantar a voz en grito inspirados por la inmediatez warholiana, inscribiéndose en una tradición que Marcus ha revisado hasta la extenuación en Rastros de Carmín. Canciones banales, mensajes tontorrones, apologías del aquí y el ahora, una idea que une filosofías tan distantes como el punk y el zen.

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