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La escuela de la vida

por Marisol Oviaño
Fotografía en contexto original:normalteens
magnetic-poetry1

Cada vez que el profesor de literatura nos mandaba leer un libro, toda la clase se lamentaba al unísono con un ooooooooooooooooh que cortaría de cuajo la vocación al docente más bragado.

Sólo los tres o cuatro frikis que disfrutábamos con la lectura de Shakespeare manteníamos la boca cerrada. Leer no nos suponía ningún esfuerzo. Al contrario, leer nos permitía sacar buenas notas sin matarnos a estudiar como los otros.

Han pasado unos treinta años desde entonces. Yo estudié B.U.P., mis hijos estudian E.S.O. y Bachillerato. Comparados con el resto de sus compañeros, leen muchísimo: la una, sagas de amor y fantasía; el otro, ensayos sobre la Segunda Guerra Mundial. Están acostumbrados a leer, y sin embargo, los dos detestan las asignaturas de Lengua y Literatura.

Llevo dos semanas ayudando al mayor a pelearse con las Églogas de Garcilaso de la Vega. ¡Odio la literatura!, me dice en tono de advertencia cuando se sienta a mi lado con papel y boli.
Y no me extraña.

Siempre nos quejamos de que los jóvenes no leen. Siempre hay intelectuales que salen por la tele diciendo que hay que leer a los clásicos, siempre habrá profesores que defiendan a capa y espada que La Celestina es un producto de primera necesidad para la adolescencia de la era internet.

Los planes educativos están planteados –antes y ahora- para que los alumnos odien leer.
Desde mi punto de vista –un punto de vista nada desapasionado: soy escritora- la enseñanza de la literatura está mal planteada; puesto que sólo consigue que quienes estén predestinados a escribir sigan leyendo y todos los demás dejen de leer.
El ejercicio de la literatura es, contra lo que pueda parecer desde fuera, apasionante, emocionante y muy divertido.
Pero en los planes de enseñanza, la literatura es un ladrillo que la mayoría de los alumnos desearían lanzar lejos de sí.

Debería ser, como las matemáticas, una asignatura más práctica que teórica.
Y los programas educativos no deberían centrarse en exigir a los estudiantes que lean las Églogas de Garcilaso de la Vega, sino a que aprendan a expresarse, a manejar el lenguaje divirtiéndose. Por ejemplo, tomando como modelo la letra de la canción de algún rapero, cantante o grupo que lleven en sus i-pods y enseñando los entresijos de su composición con el mismo rigor que si fueran las famosas Églogas. Deberíamos empezar por lo que aman.

Al mismo tiempo que en casa bregábamos con las Garcilaso de la Vega, un amigo me pidió unas letras para unas canciones. Y ahí vi el cielo abierto para enseñar a mi hijo la cara divertida de la literatura.
De vez en cuando le pido que me saque un acorde a la guitarra o me repase la métrica de algún verso. Por fin entiende para qué sirve todo eso que lleva años estudiando.
Está aprendiendo mucho más en el proceso de composición de una canción que si se hubiera empollado un manual de poesía.

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