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El guru y otras hierbas, 47

por Tímido Celador

Fue un milagro encontrar a Laura en aquel garito.
Parecía aburrirse de lo lindo con su pandilla de amigas. Ninguno de mis acompañantes se fijó en ella. Las gafas le daban un aire muy intelectual y llevaba una ropa tan amplia, que a primer golpe de vista no se apreciaban sus magníficas curvas. Que estaban diciendo engendra algo dentro de mí.

Yo también estaba aburriéndome a lo grande en la despedida de soltero de Charlie con sus amigotes, todos ellos casados más salidos que el punto blanco de una espinilla adolescente. Animados por el alcohol que Charlie pagaba, entraban a todas las tías olvidando que a la mañana siguiente les despertarían los gritos de sus críos aunque fuera sábado.
Pero no debo ser desagradecido: gracias a que ellos decidieron atacar a las amigas de Laura, acabé hablando con ella.
Los dos estábamos de acuerdo en que la música para paladares poco refinados estaba ensordecedoramente alta, y nuestros amigos demasiado borrachos y calientes. Acabamos marchándonos a la francesa y paseando sin rumbo.
Mientras ella hablaba, yo me iba enamorando. Por primera vez en mucho tiempo necesité de verdad que una mujer me admirara, facilitarle la vida, allanarle el camino.
Por eso cuando ella dijo que estaba buscando músicos mayores para hacer un reportaje sobre las viejas glorias del rocanrol, no pude callarme.

– Yo puedo presentarte a alguien

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