por Mamá
Ya es su cumpleaños, pero es la una y media de la madrugada y está durmiendo.
Y yo tendría que irme a la cama: he estado unas siete horas seguidas en la cocina, y mañana comen aquí trece personas.
Habrá que limpiar para que todo vuelva a estar sucio al final de la tarde, sacar manteles, mover mesas… Lo importante es poder celebrar que una de los nuestros cumple un año más.
No puedo permitirme hacer a mi hija un gran regalo por su ingreso oficial en la adolescencia: cumple 14. Pero he cocinado los canelones que me ha pedido con todo mi amor, nuez moscada y pimienta.
Cuando era sólo un bebé tan chiquitín como nuestra gatita, los médicos decían que ella había entrado en el túnel y había visto la luz dos veces. Como es un poco haragana, debió darle pereza caminar hasta la luz y las dos veces se dio media vuelta: nosotros estábamos más cerca.
Nadie daba un duro por ella un mes antes de que naciera.
Catorce años después, padece esa enfermedad cuyos síntomas son: metamorfosis física, quincallería en brazos y cuello y ataques de risa floja.
Cuando esta tarde ha vuelto de dar una vuelta con su amiga y me ha encontrado igual que cuando se marchó: en delantal y con los fogones encendidos venga a hervir canelones y remover semi-velutés, se ha sentado en mitad del caos de la cocina. El gato se ha despertado justo cuando tenía la mesa llena de canelones para enrollar y ella lo ha vigilado mientras me contaba lo que habían hecho. Después, se ha encargado de liar y colocar los canelones en la bandeja- qué rico está el relleno, mami-, de meter las cosas en el lavavajillas, de fregar todo el cacharrerío mayor, darme conversación, y barrer.
Y todo ello, respetando mi música, sin torturarme con los 40 principales y cubriéndome de besos de vez en cuando.
¿Qué más se puede pedir a la vida?
Feliz cumpleaños, colibrí.