Por Marisol Oviaño
Los jubilados estaban hasta los huevos.
De que la pensión no les llegara para nada, de que todo lo que veían en la tele estuviera prohibido para ellos: bien por caro, bien porque su consejero espiritual de la salud se lo prohibía; de que les prometieran la vida eterna y no les quitaran los dolores del alma ni del cuerpo, sólo las arrugas de la piel. De que les dieran Viagra y les hablaran como a idiotas.
Los jubilados eran inmigrantes ilegales en un mundo cuya velocidad arrojaba fuera a todo aquel que no pudiera aprender como una centrifugadora.
Por eso un comando de jubilados liderado por un antiguo militar de 94 años, un linotipista del pce de 103 y un tipo que nadie supo nunca quien era pero que llevaba más de cuarenta años en la Residencia Estatal “El paraíso”, se fumaron unos cigarros de contrabando, tomaron unas copas también obtenidas en el mercado negro, pellizcaron a las enfermeras y se abrieron las batas para mostrarles los cinturones de explosivos que llevaban adosados a la cintura.
Mientras el personal desalojaba el edificio, se hicieron con el control de la megafonía y anunciaron sus intenciones de volar por los aires, dando una oportunidad de vivir a todo aquel que lo deseaba.
Media hora después nadie salía del edificio.
Los negociadores se ponían los chalecos antibalas cuando todo voló por los aires.
Fotografía en contexto original: odyseo