por hija de cristalero
A las dos de la madrugada, las únicas ventanas con luz son la suya y la mía.
Y yo tengo un máster en la noche.
Ahora soy una inofensiva lechuza vieja. Aprovecho la paz que da el sueño del común de los mortales para redondear el sustento de mis hijos. Mi luz es una lámpara de escritorio que ilumina el teclado. La de ellos es demasiado blanca y brillante para intimidades, para copas, para compartir unas rayas y un blablabla descontrolado con los amigos cocainómanos. Es una luz inhumana, más apta para trabajar en una clínica dental que para disfrutar del lado oscuro.
Nunca he visto a nadie asomado a las ventanas. Sé que son varios, porque el piso es dúplex y veo sombras que suben y bajan por la escalera que comunica las dos plantas.
Ayer, mientras limpiaba los cristales, uno de ellos se acercó a la ventana abierta. Apenas si se expuso unos segundos a mi mirada, en cuanto me vio se retiró donde no pudiera verle. Pero le vi.
Era chino.
Qué pasará por la cabeza de un chino que vive en un dúplex de un pueblo de la sierra de Madrid y trajina hasta las tantas de la madrugada con una luz demasiado blanca, de una española que todas las noches trajina hasta las tantas en su ordenador con una luz puntual.