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Flores proscritas

por Marisol Oviaño

Cuando no hay flores en la trinchera proscrita, me pongo nerviosa.
Como si no estuviera ofreciendo lo mejor de mí a los demás.

Me prometiste unas flores. Sí, tú, que me lees cuando el jefe no te ve y te asomas a la tierra prometida cuando te aburres del desierto de los balances y facturas.
No puedo seguir esperando que cumplas tu promesa de compensar las horas de trabajo que te he dedicado, mis alumnos no tienen la culpa de que tú seas un discípulo desleal y yo una maestra demasiado generosa.

He conseguido que el último ramo que corté me aguantara dos semanas, pero no me ha quedado más remedio que tirarlo. Y el vacío que ha dejado me mira acusador.
No puedo permitirme gastar un euro en flores. Por suerte el campo está a cinco minutos dando un paseo y yo soy una mujer de recursos. De modo que cojo el bolso y las tijeras de podar que siempre tengo en la trastienda, cuelgo el cartelito de “Vuelvo en diez minutos” y echo a andar por la calle en la que muere el asfalto. Acaba de caer una tímida tormenta y huele a sudor y a pies, que es como huele la tierra cuando el nubarrón la ha puesto cachonda y la ha dejado con ganas de más.

Apenas me he adentrado unos metros en la zona sin urbanizar cuando los veo. Más altos que yo, orgullosos y desafiantes. Dame un reto y llámame tonta. Me acerco a los cardos para calibrar el peligro real que suponen sus espinas. Si pueden crecer tanto con esas flores tan hermosas es porque han aprendido a defenderse. Tras una breve inspección ocular en la que me parecen un prodigio de la disuasión, acerco la yema de un dedo y éste no tarda en sangrar. Me lo llevo a la boca y degusto esa gota de mí misma mientras con la otra mano abro la cremallera del bolso. Sistemas defensivos a mí. En cuanto rebusco encuentro unos guantes- que están aquí desde la última nevada- y un largo pañuelo de seda de esos que me suelo poner para que la melena no me moleste en la cara. Me pongo los guantes, corto algunas ramas con las tijeras y, con la ayuda de éstas las apilo en un montoncito.

Con el pañuelo las ato y hago un doble nudo, cojo uno de los extremos de la tela y regreso al pueblo llevando los cardos bocabajo, manteniéndolos a una distancia prudencial de mí, como si fuera un animal salvaje que pudiera revolverse y asestarme un zarpazo.

He terminado de domarlos en la trastienda.
Ya hay unas flores dando la bienvenida, siempre distinta, a mis alumnos.
Y tú sigues enmarañado en las facturas, descuidando tu prosa.
Labrándote un porvenir.
Pobrecito.

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