por proscrita
En invierno, el fuego.
En primavera, las flores.
En la trinchera proscrita no se puede hacer fuego, lástima. Cuando seamos una escuela con cocina, comedor y habitaciones para escritores y otros extraños animales, construiré una gran chimenea que chisporrotee y caliente durante las clases. Mientras ese momento llega- llegará-, puedo disponer flores en jarrones que alegren la vista de todos los que aquí entran.
Las flores son una de mis debilidades.
Hermosas y efímeras, me enseñan a no encariñarme con las cosas. Son una olorosa metáfora sobre la vida: cumplen su misión y mueren.
Cogí las flores rojas del jardín de mi madre en el pueblo de mi abuela. Las blancas que hay junto a ellas asomaban por encima de todas las vallas de piedra de los caminos de tierra, las corté- las cortó mi hermana para mí, para vosotros- cuando salimos a dar un paseo con los niños.
Mi mejor amiga me trajo el ramo de lilas que hay en la estantería.
La trinchera proscrita no sería la misma sin ellas.
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Ayer compré, en la floristería de al lado de casa, unas margaritas de color rojo sangre y las puse en un jarrón junto a unas hojas de helecho que corté durante mi paseo diario por «prescripción facultativa».
En el jarrón pongo poca agua y la cambio cada dos días, a la vez que corto un poco el tallo, así las flores duran más.
Con ellas entra la primavera en casa, traen alegría.
No me gustan, en cambio, las flores secas ni las artificiales. Flores muertas, flores de plastico.
Has creado un espacio precioso, alegre, vivo, interesante. Enhorabuena. Invita a sentarte en una de esas sillas a escuchar, a compartir.