Las mujeres tenemos una compleja relación con nuestro pelo.
Algunas no cambian nunca de peinado y otras cambian de corte y de color todas las semanas.
Yo nunca me he preocupado demasiado por él. Si mi pareja lo prefería corto, corto lo llevaba, si lo prefería largo, me dejaba melena. Tengo un pelo abundante, fuerte, con cuerpo, no hace falta hacerle nada para que luzca como un trofeo.
En los momentos trascendentales de mi vida me lo corto. Me lo corté mucho cuando los médicos me dijeron que la hija que esperaba moriría de todas todas, para hablar con la muerte de tú a tú, de calavera a calavera. Y, trece años después, aquí estamos mi hija y yo.
Me lo rapé cuando decidí recuperar la libertad que había perdido el día en que dije “sí quiero”. En todas las camas que visité después, me acariciaron muchísimo la cabeza, que proporcionaba en la palma de la mano el mismo placer que un cepillo de limpiar zapatos sin estrenar.
En los últimos años le he dejado también a él libre.
Y en todas las camas que visité le hicieron los honores.
Ha crecido mucho.
Cuando me levanto cada mañana, en el espejo del baño me saluda un indio apache o un primo de los Chunguitos. Cuando un par de horas después salgo de casa, en el espejo de la entrada me despide una mujer muy femenina, con una melena que agarrar para arrastrarla hasta la cueva y encerrarla allí.
He llegado a querer a mi melena como a una mascota: la acaricio, la enredo entre mis dedos, la muerdo, la masajeo. A cambio ella me arropa, me esconde, me protege, me enmarca.
Me he encariñado tanto con ella que ha llegado a importarme.
Me da demasiada seguridad.
Por eso he pedido hora en la peluquería.
Mañana sólo será pelo que barrer.
Y en el espejo me saludará un yo nuevo.