Por Robert Lozinski
Imagen en contexto original: diálogopolítico
A finales de los 80, principios de los 90 del siglo pasado, la Unión Soviética se desintegraba. La mayoría de sus ciudadanos no vivieron aquello como una gran fiesta de la libertad, sino como una gran incertidumbre. Recuerdo que un amigo, hijo de un coronel del Komitet Gosudarstvennoy Bezopastnosti, (KGB), me dijo casi al oído, en un momento de copas, que la culpa de todo ello la tenía exclusivamente Gorbachov. Yo no lo pensaba así entonces —a los veinte años— ni lo pienso ahora. Considerar a una sola persona culpable del derrumbe de todo un imperio es una exageración, como lo es también dirigirle elogios a nivel mundial por ese mismo motivo.
Tras las muertes consecutivas de varios líderes del régimen, algunos de ellos demasiado decrépitos para ofrecer alguna esperanza y garantía de futuro para el país que trataban de gobernar, Gorbachov llegó al liderazgo del Partido Comunista de la Unión Soviética. Abordó la política con sencillez. Fue el primero que nos hablaba sin leer lo que decía en un papel y sin adoptar una actitud de estatua de granito. Estaba relajado y se expresaba campechanamente, lo cual lo convertía automáticamente en un ser simpático y menos aburrido que sus predecesores.
¿Tomadura de pelo? ¿Farsa? O como se solía decir respecto a ese completamente inesperado —para aquella época—, talante liberal: “¡Nos está empolvando los sesos, el tío!”. No obstante, ¿fue Gorbachov ese liberal que tanto deseaba aparentar? ¿Soñaba con una URSS reformada o sabía muy bien que las reformas que proponía solo eran una etapa de tránsito hacia su destrucción final, definitiva? En las entrevistas que le hicieron después, nunca relataba detalles importantes sobre nada; se desviaba, daba mil vueltas en torno al asunto, se iba por las ramas, y cuando un periodista comentó “pero si no dice usted nada concreto”, contestó que vale, que muy bien, que así tenía que ser.
Dentro del país esas reformas muy pronto mostraron sus efectos desastrosos: empobrecimiento acelerado de toda la población; enriquecimiento rápido de algunos pocos, sobre todo de aquellos en cuyas manos se encontraban los puestos de mando de la industria, economía y del régimen político; y un aumento —sin precedentes en aquel estado— de la criminalidad, proceso que alcanzó el culmen de su desarrollo durante la época de Borís Yeltsin. Los bandidos aprovecharon el desmesurado deseo de la sociedad de enriquecerse y fijaron sus propias tasas a esa riqueza acumulada, muchas veces, de la noche a la mañana. Nadie podía montar ningún establecimiento de actividad comercial sin pagar a los rákets ese tributo que en el lenguaje criminal llamaban “tejado”, esto es “protección”. Quienes se negaban a compartir una parte de su fortuna con los delincuentes recibían palizas, cuchilladas o disparos.
Se abrió, pues, una enorme brecha entre lo que la mayoría habíamos sido —unos pobres— y lo que deseábamos ser: ricos y muy ricos; y en ese vacío nos desplomamos todos como en un caos cósmico. En un brevísimo lapso de tiempo, debido a la inflación y desvalorización galopante del rublo, la población se quedó sin los ahorros reunidos durante toda una vida de duro trabajo. Y nadie de los que sufrieron eso en su propia piel, nadie, repito, necesita que le digan que lo que se ganó en primer lugar fue la libertad, porque todos conocemos su precio.
¿Se habría podido hacer mejor aquel cambio? ¿Quién podría saberlo? El propio Gorbi —como todos lo llamábamos— lamentó, alejado de aquellos años y acontecimientos, ciertos fracasos. Sin embargo, y dado lo diabólicamente complicado que debió de ser manejar una caída como fue la de la URSS —y con ella la de todo un sistema que había funcionado, bien o mal, en medio mundo—, pienso que pudo ser mucho peor. Pese a todo, se logró efectuar una transición con poca violencia y sin derramamientos de sangre. La sangre la derramaron otros, después.