por Robert Lozinski
Fotografía en contexto original: as
Nicușor se tiró sonámbulo por la ventana de su piso en una cuarta planta. Las ramas de un árbol atenuaron su caída y le salvaron de la muerte.
Había combatido en las tropas internacionales de Angola. Su vida había corrido peligro muchas veces: habría podido pisar una mina, contraer malaria, ser mordido por bichos venenosos o haberse encontrado en el camino de una bala perdida. Pero, a pesar de todo, estaba contento porque recibía un buen sueldo y en Bucarest tenía una esposa joven y bella a quien recordaba con cariño y con la ilusión de que ella también le echara de menos.
Su madre le había dado un consejo muy sabio: que el dinero que ganaba se lo enviase a ella. Sin embargo, Nicușor, muy joven, muy enamorado y muy orgulloso de su condición de soldado, prefirió mandárselo a la mujer que amaba, que en aquellas circunstancias de sangre, desesperación y muerte debía parecerle especialmente hermosa. Pero la muchacha recibía esos miles de dólares y se gastaba hasta el último céntimo en pasarlo bien en compañía de otros hombres.
Nicușor se enteró de todo y se volvió loco. Y a su regreso a casa lo ingresaron en el Hospital Militar. Su locura recibió el nombre científico de depresión severa o algo así.
Como todo fármaco moderno, la medicina que debía tomar tenía efectos secundarios y podía provocar pensamientos suicidas. Es decir que podia matarse de repente, sin desearlo de verdad, sin habérselo propuesto nunca antes, como hizo aquella noche. No llegó a matarse en aquel intento frustrado de volar como los pájaros sino que se golpeó la cabeza, que ya tenía bastante dañada, se rompió en trocitos la pierna izquierda y se fracturó un brazo. Y cuando recobró la lucidez, no podía explicarse qué había pasado, ni por qué.
Su cama estaba al lado de la mía y por las noches, avergonzado y disculpándose mil veces, me pedía ayuda para cualquier cosa, sobre todo cuando llamaba a la enfermera y ella no venía a limpiarle y a meterle otro calmante más fuerte que el anterior. Pero ya no había calmante más fuerte, sencillamente porque no se había inventado. Salvo la propia muerte, claro.
Una noche me dijo que le gustaban con locura las savarinas (es decir babá al ron) y que al salir del hospital lo primero que haría, sería comerse unas cuantas. Más tarde le trasladaron a otra planta. A mí me operaron, en otro hospital, y me dieron el alta. No he vuelto a verlo desde entonces.
Llegaron las vacaciones y, como hago todos los años, me fui a Moldova para pasar el mes de agosto con mis padres. A finales del verano vi una llamada perdida en mi teléfono. Era de Nicușor. Pero no le llamé. Preferí olvidarme de todo lo que me recordaba mi propia enfermedad.
Han pasado ya cuatro años y aún me siento incómodo. Me siento incómodo por no haberle llamado, por no haber hablado con él. Me he quedado con esa duda y me molesta no haberla resuelto: ¿por qué me habría llamado? ¿Qué quería decirme? Para tranquilizarme preferí pensar, con el egoísmo de la esperanza –todo lo bueno que deseamos a otros, en realidad lo esperamos para nosotros mismos- que me habría llamado para decirme que se había curado. Y para invitarme a disfrutar juntos las savarinas que tanto le gustaban.
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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena