por Marisol Oviaño
Llueve. La luz se ha ido dos veces esta noche, como pasaba cuando Franco en el pueblo en el que veraneábamos. Entonces bastaba el sueldo de uno solo para que una familia tuviera una casa en propiedad en la ciudad, y otra alquilada en el pueblo. Algunos incluso, eran propietarios de las dos. Entonces el recibo de la luz era una astillita; hoy, un cáncer que devora cualquier presupuesto. Claro que consumimos mucho más. Antes había un enchufe por habitación; en el salón, dos. Ahora tenemos regletas hasta en el cuarto de baño. Prefiero no pensar qué sería de nosotros si nos asolara un terremoto, un ciclón o cualquier otra catástrofe natural de las que suelen darse en otras partes del mundo.
La ausencia de luz trae el completo silencio. Yo ya creía estar en él desde que mi hijo apagó la tele y se fue a la cama, pero ahora me doy cuenta del ruido que hacía mi portátil, el frigorífico y alguna que otra cosa más. La corriente eléctrica suena.
Salgo a la terraza y me siento a observar la oscuridad. Aunque la luz de la noche me permite ver con claridad el edificio que hay detrás del jardín y la calle que hay tras éste. No se oyen voces a lo lejos como otras noches, como si los noctámbulos se hubieran quedado, además de ciegos, mudos.
El alumbrado público hace un tímido intento de encenderse, pero muere antes de haber llegado a calentar las bombillas. El gato se me sube encima y yo le acarició. Al cabo de un rato, todo vuelve a encenderse. Echo al gato de mi regazo y entro en casa: quiero escribir sobre esto antes de que la luz vuelva a marcharse.
(Se ha ido una tercera vez mientras escribía esto)