Al fin, el viento ha amainado esta noche.
Al menos de momento.
Lleva varios días sin encender la chimenea: el viento huracanado de la última semana llenaba la casa de humo.
Mañana no tendrá que madrugar, hoy podrá leer frente al fuego sin andar consultando la hora, sin obligarse a ir a la cama. Se tiene merecido un descanso, hoy sábado ha echado unas seis o siete horas en el local y mañana domingo volverá a vestirse sus andrajosas y tiesas ropas de obrero. Aunque el trabajo manual tiene el poder de reconciliarla con el mundo, ya va teniendo una edad.
Ah, quién pudiera permitirse el lujo de un masaje.
No olvidemos que nunca destacó por deportista, que de vez en cuando hace un alto para fumarse un cigarrito, que hoy se fue a última hora de la mañana a tomar unas cañas con los amigos que habían pasado por allí para echar una mano.
Ha tenido tanto trajín que no ha podido ni sacar la cámara para hacer una foto a su hijo y al amigo de su amigo, que pintaban la fachada.
Por la tarde se ha sacudido la pereza, ha caminado contra el maldito viento, ha vuelto a abrir el cierre y, cuando ha entrado y ha inhalado el olor a pintura, ha cerrado la puerta con llave.
El escaparate está cegado parcialmente con papel de embalaje, ni ve ni es vista.
Ha puesto la radio, que la acompaña como si sus voces estuvieran allí sólo para ella. La música es un ayudante más, la música es, según ella, la suprema de las artes.
Y, en lo alto de la escalera, mientras deshacía lo hecho hacía unos días para mejorarlo, mientras se llenaba las uñas de pintura y papel, se decía que la soledad era eso.
Y que no estaba mal.
Dejemos que lea un rato.
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