Candamos las bicis y entramos. La planta baja está a oscuras, es una suerte de estudio de grabación. La segunda, una sala de ensayo. La tercera, vivienda y mirador. Allí en torno a una mesa se encuentran: Steven, músico, porreta y dueño de casa, un galés constructor y gordinflón, un chino australiano, Imran, Supertoff, la rubia directora de la galería, los lituanos, un tipo que no paró de hablar en toda la noche y dos tipos que jamás iban a abrir la boca.
Toda la concurrencia fumaba sin parar, pero solo tabaco. Los holandeses no fuman tanta marihuana como los extranjeros. Supongo que choca de frente con su calvinismo. Steven sí, pero eso no le ha impedido a él y al constructor galés ofertarle al ayuntamiento medio millón de euros por esta vivienda y la contigua. Hay hippies y hippies.
La discusión de la velada la lidera Imran, que no comprende cómo los gobiernos de países como el suyo –que en realidad es Holanda aunque para él sigue siendo Marruecos— prefieran tener una población ignorante. Pero el chino, de camiseta y jeans, entra al ruedo. Pese a su aspecto informal, Cheng no es artista: trabaja en el Tribunal Internacional de La Haya.
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