Nos retiramos a un restaurante de unas cuarenta mesas y decorado en su totalidad en tonos rojos. A tres metros de altura, la cocina tenía una ventana que dejaba entrever sartenes y cazos colgados pero ocultaba a los cocineros. Javier y Yamila pidieron carne y pescado (de eso estoy casi seguro); yo, una especialidad local, carne a la cerveza negra con tomillo. Nos bebimos otras seis botellas, pero como no tenían Duvel hubo que contentarse con unas Judas.
Javier es un gran conversador. Vale decir, sabe escuchar, responder de forma concisa y evitar emitir juicios que impidan continuar el diálogo. Y lo más importante, domina la fina ironía de quien ha visto mucho, ha jugado en primera división y sabe que solo vale la pena hablar en serio de política si uno es capaz de evitar las obviedades.
Antes de marcharnos tropezando hacia la salida, le pedí a la camarera que me llevar a conocer a los cocineros. Estaban sobrios, perfumados y bostezando, pues los únicos tres platos que habían preparado en toda la noche habían sido los nuestros. Nos marchamos borrachos pero con el control de la veteranía. Los becarios len cambio legarían a sus apartamentos, borrachos pero navegando esa turbulencia que dispone tan gratamente a lo salvaje.
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