Regresamos en un tranvía lleno de árabes que habían salido a hacer la compra, a ver médicos y a traer niños de la escuela. Pero ya no volveríamos al apartamento. Atravesamos el Parlamento Europeo y su estatua al Euro -sí, existe una estatua al Euro-, y nos dirigimos a la Place du Luxembourg, donde año tras año se realiza la fiesta de los becarios.
Sobre el lado izquierdo de la plaza se habían montado gazebos y barras que servían diferentes cervezas y vinos. Los euro-becarios, mejor aclararlo desde el principio, son jóvenes profesionales con aspiraciones a puestos funcionariales en la UE o en el sector privado. Dichas pasantías son muy codiciadas, pues los valiosos contactos hechos en la capital de Europa, amén de la experiencia laboral, pueden abrir las puertas a un futuro acomodado, un futuro incluso más acomodado que su pasado.
El mosaico de nacionalidades abarcaba desde el aristócrata alemán, con su chaqueta de tweed y sus zapatos hechos a mano, a la joven iraní de melena azabache y joyería de oro, hija de alguna familia exiliada tras la caída del Sha. Comenzaba el verano y los jóvenes triunfadores, que habían pasado el año friolentos, solos y masturbados, no solo tenían la gran oportunidad de conocer a otros jóvenes afortunados sino de practicar el deporte más antiguo del mundo.
-Yo fui a esa fiesta cuando era becario -me confiaría Frederik durante nuestra entrevista.
-¿Cómo fue?
-No sé, no me acuerdo.
Así que rodeados de aquella alegría hormonal, Yamila, Javier y yo nos tomamos toda la cerveza de trigo que encontramos a nuestro paso y nos reímos de la juventud: no hay nada más invisible que el futuro. Excepto para ellos.
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