Una vez concluido sus exámenes de idiomas, Yamila y yo paseamos por el estanque, deteniéndonos en los bancos cercanos para contemplar los cisnes, las viviendas señoriales y las estatuas a los soldados belgas de la Primera Guerra. Hay quien ama el chocolate, yo prefiero la historia.
Al llegar al extremo sur del parque dimos con una placa de bronce. Eso si no me equivoco. Ya sabemos que la memoria no es de fiar. De hecho, para comprender este fenómeno bastará con ver Waltz with Bashir una excelente película de animación israelí sobre un soldado que, quizá demasiado convenientemente, ha olvidado su participación en la masacre de Sabra y Chatila durante la Guerra del Líbano.
Como iba diciendo, dimos con una placa de bronce. Honraba a un piloto belga de la Segunda Guerra que había volado como voluntario con la RAF. Puesto que había vivido toda su vida en Bruselas, el joven conocía la ubicación de la jefatura de la Gestapo local y, durante un raid que los británicos realizaban en la zona, aprovechó para separarse de su escuadrilla. Siguiendo el trazado de la ciudad, que sabía de memoria, enfiló hacia el edificio de los alemanes y descargó sobre él todo su armamento liquidando a buen número de ellos sin dañar ningún otro piso del edificio. El piloto fue castigado por sus superiores, pero vivirá por siempre en esa placa.
Se llamaba Jean de Selys-Longchamps y moriría apenas meses después.
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