El otro día estaba leyendo un mensaje que me había llegado al móvil, cuando sentí que alguien interceptaba la luz que entraba de la calle. Levanté la vista y reconocí en el acto la silueta que se recortaba en el umbral de la trinchera proscrita.
Los hombres lo tienen muy fácil conmigo: saben que no intentaré detenerlos si quieren desaparecer y dónde encontrarme cuando se cansen de estar desaparecidos. En el caso de el hombre que me hablaba -antaño conocido como el hombre que me habla– esta particularidad rozaba casi lo patológico; durante los dos o tres años que estuvo viniendo a secuestrarme a la trinchera proscrita varias veces a la semana, nunca supe dónde vivía.
Yo lo hacía en primera línea de fuego, entre barro y sangre. Él, en una impoluta y aséptica burbuja a la que no invitaba a nadie. No tardé en comprender que aquella no iba a ser la típica relación hombre-mujer, sino algo más… llamémosle platónico. Yo aportaba un poco de emoción a su aburridísima vida, y él se encargaba de sacarme a tomar el aperitivo, a comer, a cenar… Se pasaba a buscarme, yo me subía a su coche y no preguntaba cuál era el plan; agotada de estar siempre al mando, agradecía infinito que él ya hubiera decidido dónde íbamos a ir.
Lo pasábamos muy bien juntos, no era raro que los secuestros duraran seis, siete y hasta ocho horas, siempre de bar en bar. Cualquiera que nos hubiera visto, habría creído que éramos novios. Y esa era una de las razones por las que de vez en cuando desaparecía: “La gente va a pensar que somos pareja”, me dijo indignado la primera vez que se impuso la disciplina de estar dos semanas sin verme. “Bueno, para ser pareja hay que tocarse”, contesté yo burlona encogiéndome de hombros. Para entonces yo ya tenía claro que él no era un hombre corriente, había aprendido a conformarme con lo que me daba y buscaba en otros la piel que me faltaba.
Aunque conmigo era encantador, tenía un carácter difícil y demasiado tiempo libre para pensar en sí mismo, y se sentía agredido por las cosas más peregrinas. Un buen día decidió que ya no aguantaba más en España y se marchó a vivir al extranjero, donde pasó un año y medio encerrado en una habitación, sin relacionarse con nadie. Al principio me mandó un par de correos, después dejó de escribirme. Yo, que tengo un máster en hombres que desaparecen en combate, no hice nada por romper su voluntaria clausura.
Regresó sin encontrar el santo grial; pero ni él me buscó, ni yo intenté retomar el contacto. Nos encontramos un par de veces en la calle y tomamos un café que podría haberse alargado durante horas, pero nuestro tiempo, si es que eso había existido alguna vez, ya había pasado, y apenas si estuvimos juntos unos minutos.
Hace un par de semanas pasé por delante de un elegante chiringuito en el que él solía pedir ginebra de importación y yo whisky de malta, y sentí una punzada de nostalgia por aquellos tiempos en los que me secuestraba para tratarme como a una princesa. “Un día de estos tengo que escribirle”, me dije.
Y, mira por dónde, el otro día se interpuso entre la luz de la calle y yo con una sonrisa, cosa rara en él. Nos pusimos al día de nuestras vidas y observé que él hablaba en plural, no me quedó más remedio que preguntar por aquel “nosotros”. Y me habló de “su chica”, una mujer a la que imagino mayor que yo, tan elegante, educada y rica como él; me alegré de que al fin hubiera encontrado alguien que le haga feliz. Siempre hay un roto para un descosido. Me pidió que le buscara un libro para ella, hojeó los títulos que le sugerí y, cuando se decidió, se lo envolví en papel de regalo.
2 respuestas a «Reencuentro (el hombre que me hablaba)»
Muy bonito.
Me he quedado con la curiosidad de saber los títulos que se llevó el buen hombre.
Un saludo
Se llevó Sukkwan Island , de David Vann.