Por Marisol Oviaño
Libro de Automática Editorial
Todos hemos nacido para la guerra, para marchar, en formación cerrada, al matadero. Derechos al nido de ametralladoras, derechos a campo de minas. Siempre ha existido en la sociedad humana un proceso natural de criba de la parte inútil de sus miembros varones. De aquellos que están incapacitados de nacimiento, para la vida productiva en sociedad: acabarían fracasando como maridos, padres, trabajadores o empresarios.
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No es fácil explicar el hombre soviético a alguien que no haya nacido en una sociedad postcomunista. Tanto en Rusia como en otros países hay una parte considerable de la población que no ha aprendido a vivir en una “economía de mercado” (en el caso de Rusia, en manos de bandidos). Nunca han entendido cómo se roba, cómo se soborna, posiblemente algunos no han acabado de entender siquiera cómo se maneja el dinero. Se han criado en la incubadora soviética para convertirse en ingenieros, en tractoristas, en médicos; en cambio, no han aprendido a robar al primero que pasa por la calle, ni a trapichear con pantalones vaqueros fabricados en China, ni a comprar jueces. No han sido capaces de adaptarse, y los han condenado a la extinción; me sorprende que el nuevo poder democrático no los haya fusilado a las primeras de cambio
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Nosotros, los de la despreciable generación postsoviética, no tenemos nada, ni metas ni principios, pero como herencia de un siglo de comunismo nos ha quedado la nostalgia. El hombre soviético no tenía por qué querer nada: ni una vida privada, ni las alegrías cotidianas, ni los placeres y diversiones sociales; todas esas cosas que dan sentido a la vida del consumidor occidental despertaban en nosotros la burla y el desprecio. El hombre soviético, todo un coloso, vivía para sacrificar su vida, honrada y sencilla, ya fuera en la obra, en el GULAG, en una aspillera, en una mina, en una familia numerosa o en un edificio cutre de cinco pisos. La vida es proeza y sacrificio. No hace falta ningún Jesús cuando aquí todo el mundo es un Jesús.
Antes de escribir este artículo he leído y visto varias entrevistas a Dj Stalingrad, el seudónimo, tal vez nombre de guerra, de Piotr Siláiev. En casi todas ellas se le pregunta por cuánto hay de ficción y cuánto de realidad en Éxodo; pero a mí ese asunto no me preocupa demasiado: lo importante no es la vida del escritor, sino su obra, que es lo que al final pervive. Sirva como ejemplo lo que me ha sucedido a mí: me ha entusiasmado la potencia y la calidad literaria de Éxodo, pero el lenguaje corporal de Piotr Siláiev en el vídeo de la entrevista que hay al final de este artículo, me produce rechazo. No sólo es que rehuya la mirada de la entrevistadora, sino que podemos ver cómo ella se inclina hacia un lado para entrar en su campo de visión y como él, instintivamente, se inclina hacia el otro lado para evitarlo. Tal vez Dj Stalingrad sólo sea un impostor y no haya vivido todo eso que dice que ha vivido, o al menos no de manera tan heroica, pero a mí eso me trae sin cuidado, los escritores no somos notarios de la realidad, sino intérpretes y fabuladores de la misma. Y Éxodo me ha tenido enganchada desde la primera a la última página.
Gracias a Robert Lozinski, autor de La ruleta chechena, en Proscritos sabemos un poco del cataclismo que supuso el fin de la Unión Soviética para millones de ciudadanos soviéticos. Un verano que Robert se dejó caer por España, celebramos una comida en mi casa en la que hablamos largo y tendido sobre el comunismo y el capitalismo. Robert nos contaba que cuando la Unión Soviética dejó de ser comunista –al menos oficialmente- muchísima gente no sabía qué era el dinero y no tenían ni idea manejarlo, asunto que también está presente en la obra de Dj Stalingrad.
Éxodo nos lleva a la época en la que todo el sistema soviético saltaba por los aires, dejando descolocadas y desasistidas a millones de personas que habían sido educadas para vivir bajo el ala del Estado. No es extraño que entonces muchos jóvenes se organizaran en bandos (antifascistas y nazis) para sentir que todavía formaban parte de algo. Dj Stalingrad nos habla de una gente que vivía a salto de mata a lomos de la violencia, las drogas y el alcohol, que buscaban a la policía o a los nazis para sacudirse con ellos, que viajaban de una ciudad a otra para dar conciertos que acababan siempre en batallas campales… en tres palabras: gente que odiaba. Porque el odio es el hilo conductor de todo el relato.
No es Éxodo una novela al uso, no hay un planteamiento nudo y desenlace, sino una sucesión de anécdotas que ilustran a la perfección el nihilista modus vivendi de aquellos jóvenes, reflexiones de calado sobre la sociedad postsoviética y una voz propia lúcida, contundente y brillante. Lo de menos es que Piotr Siláiev haya pasado por todo lo que cuenta para acabar viviendo subsidiado por el estado finés. Probablemente, si no pierde el pulso, acabará viviendo de lo que escribe.
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Una respuesta a «Reseña: Éxodo, de Dj Stalingrad»
Muchas gracias.Guárdame uno, Marisol.Un saludo cordial