por Robert Lozinski
Fotografía en contexto original: actualidad.rt
Las guerras tienen la cara oculta. Pocos admiten haberlas provocado pero todos, sin ninguna excepción, quieren ganarlas. Un viaje a Moldavia, brevísimo como el aleteo de un segundo sobre la extensión de un día –así son, según mi madre todas las visitas que hago para verla a ella y a mi padre desde que me fui de casa- me fue suficiente para enterarme de lo que los periódicos ya no escriben ni las televisiones muestran; mientras Berlín, Bruselas, París, Londres y otras ciudades europeas se engalanaban para celebrar las navidades, en Ukrania se hablaba de la urgencia de la movililización general, pero no para recibir a Papá Noel sino para luchar contra las tropas rusas.
Transitando por el mismo camino, de Iaşi a Bălţi, que llevo recorriendo desde hace más de 20 años, no pude evitar hacerme la pregunta que me hago siempre: ¿cómo es que no somos capaces de hacer nada sin la ayuda de Europa? ¿Significa eso que somos realmente inferiores, que no podemos progresar con esfuerzo propio? El camino desde la frontera rumana hasta la ciudad moldava de Bălţi está tan estropeado que el coche de Valeriu, un Renault en buen estado, maldecía sonoramente y en francés cada vez que sus ruedas golpeaban ruidosamente el fondo de un bache.
Bălţi es una ciudad estancada en la época soviética pero con supermercados y salones de belleza de corte capitalista. (En ella he ubicado parte de la acción de La ruleta chechena). Al entrar en ella, por un momento me la imaginé bombardeada, con esqueletos de bloques humeantes y sombras humanas buscando entre los escombros sus propios restos de cuando aún estaban vivos. No diferiría mucho de Dombas o de Donetsk, o de otras localidades de la maltratada Ukrania que actualmente se hallan en ruinas. A las garras de la guerra no les costaría nada alcanzarnos: las pisadas del macizo oso ruso forman cráteres con bordes muy frágiles. El invierno que hemos tenido hasta ahora ha sido blando, con temperaturas bastante suaves y sin violentas caídas de nieve pero aún quedan enero y febrero y todo se andará, supongo. Según los antojos de Vladimir Putin, que es quien regula el clima en la zona. Cuando empezó lo de Maidan, el entusiasmo era general, tanto en Ukrania como en Occidente. Ahora ya casi se ha dejado de tocar el asunto o al menos no se habla tanto como hace unos meses. ¿Es Ukrania el juguete estropeado que ya no despierta tanta curiosidad o su destino ya está sellado y la sola mención de su nombre aburre?
Con mis padres estuve día y medio. Los encontré viejecitos pero alegres de verme aunque el corazón del viejo, 70 años recién cumplidos, se desboca a menudo a un galope loco como si le corriera prisa llegar a alguna parte. El tiempo fue corto, con bastantes copas que aceleraron su avance y no pudimos hablar sobre ninguna amenaza. Pero al salir a la amplia terraza para airearme un poco me imaginé la casa bombardeada y a mi madre -¿por qué a ella?, tal vez porque las madres siempre sobreviven en el sueño de sus hijos- de pie, el rostro seco y mirando. ¿Hacia dónde? Aún no lo he podido descifrar pero creo que hacia el origen del desastre que siempre buscamos con la mirada perdida
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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena