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El autógrafo

Por Rodolfo Naró
Fotografía en contexto original en: menteociosa
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Haciendo una purga de libros en mi biblioteca llegué al estante donde tengo los dedicados y me sorprendí al encontrarme dos de Octavio Paz, su Obra poética y La llama doble. Otro de Vargas Llosa, de Carlos Fuentes, de Eugenio Montejo y muchos más que tanto me han acompañado. Recuerdo la vez en que Arturo Pérez Reverte firmó a más de trescientas personas La tabla de Flandes, como también acostumbra a hacerlo Carlos Fuentes, de pie. El organizador del evento le insistía para que ocupara una mesa y cómodamente siguiera firmando, pero Pérez Reverte no aceptó, si las personas están de pie haciendo fila no veo por qué yo tenga que estar sentado, dijo.

La firma de García Márquez en Cien años de soledad la obtuve en Bellas Artes la noche que le hacían un homenaje a Álvaro Mutis. La sala estaba llena, seguramente éramos más de quinientas personas. Después de los aplausos y las felicitaciones, al final se sirvió un cóctel en el salón interior del Palacio, sólo para invitados especiales, sin embargo García Márquez prefirió quedarse a firmar hasta el último libro. Pero supongo que el record de firmas se lo ha llevado Ken Follett quien en mayo pasado, en la feria del libro de Madrid, firmó más de dos mil libros, yo, que desde temprano llegué muy entusiasta con mi ejemplar de Los pilares de la tierra al ver tamaña cola desistí sin el menor remordimiento.

Esta costumbre de buscar el autógrafo, la firma de puño y letra del escritor o artista me viene desde la infancia. Cuando cada seis meses viajaba con mis padres a la ciudad de México a mi revisión de la columna aprovechábamos para ir al teatro o a algún musical que mi madre adoraba y que yo siempre he aborrecido. Al caer el telón, tenía su libreta lista, entonces me mandaba por delante para meternos hasta la cocina y buscar la firma o la foto. Me hice un caza autógrafos y conocí a Angélica María, Emmanuel, Enrique Lizalde, actores de relumbrón o cantantes que en su tiempo hicieron fama en Siempre en Domingo. Así hicimos amistad con Ricardo Ceratto, un cantante argentino que en los setenta era la sensación. En octubre de 1978 fue a Tequila a dar un concierto gratuito en la plaza. Al finalizar, entre los desmayos de fans y la policía municipal que servía para un carajo bajó del templete y se metió en el auto que lo regresaría a Guadalajara. De alguna manera me colé entre la gente y me fui con él. Nadie notó mi presencia hasta que llegamos al hotel Camino Real y me dijo algo así como, ¿pero ché, qué hacés vos acá? Apenas tenía 11 años y lo único que atiné a decir fue: ¿me das tu autógrafo?

Ya cuando rondaba los 15 me enamoré perdidamente de Christian Bach. Coleccionaba sus entrevistas, tenía su imagen pegada en la cabecera de mi cama, tanto era mi amor que tres días antes de entrar al hospital para mi operación de la columna, me llevaron al teatro a verla en una obra donde salía en ropa interior. Al terminar la función me tomé una fotografía con ella, me firmó la libreta que ya había heredado de mi madre y me deseó suerte. Yo suponía que aquella foto me acompañaría cerca de mi cama de hospital y creo que me dormí, camino al quirófano, anestesiado por el recuerdo de su cintura. Al despertar, mi sorpresa fue que el foco de la cámara estaba más dislocado que mis vértebras y nos había sacado sin cabeza. Nadie creía que en esa foto estaba yo con la actriz más hermosa que México tenía en ese entonces.

Antes, uno tenía que burlar vigilancias, hacerse pasar por alguien importante para tener el autógrafo deseado, pero ahora la Feria del Libro de Guadalajara ha democratizado a los escritores. Por sus pasillos se hacen largas filas para tener la firma de Sabines, Saramago o Gael García Bernal, aunque todavía quedan algunos inalcanzables. Hace tres o cuatro años cuando Hugo Sánchez era el director técnico de la Selección Nacional pasó por el aeropuerto de Guadalajara y una pequeña horda de admiradores lo seguía pidiéndole el autógrafo, de coincidencia regresaba al DF en el mismo avión que Paco Ignacio Taibo II y yo. Taibo, un día antes había estado en un evento con mil jóvenes, había movido multitudes en la feria y firmado cientos de libros con paciencia asombrosa. En la sala de espera conversábamos sobre su biografía de Pancho Villa cuando vio que Hugo, huyendo de la turba se acercaba hacia nosotros, me dejó con la palabra en la boca, buscó un cuaderno, o quizá cogió uno de sus propios libros y corrió a pedirle su autógrafo, cuando el Pentapichichi por fin se decidió a firmar camisetas al verse acorralado.

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