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Olor a supervivencia

por Kurtz
Fotografía de la película: Million dolar baby
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Hoy por primera vez, he llegado tarde a clase de boxeo. Tan tarde, que por las estrictas reglas de puntualidad que marca el entrenador, no puedo participar en la sesión. Tenía ganas de entrenar y descargar contra el saco un par de frustraciones pendientes, pero no va a poder ser, las reglas son las reglas. No obstante, para no dar por perdida la tarde, saco una Coca cola de la máquina de refrescos y me siento a observar la clase, con la esperanza de al menos matar el tiempo con algunas lecciones teóricas.

Las combas ya hace tiempo que rebotan contra la lona con su monotonía habitual, y el sudor empieza asomar en los rostros de los boxeadores. Situados frente al espejo, todos se miran a sí mismos con cara de desafío. Yuppies con relojes de tres mil euros locos por quemar la cocaína del fin de semana; niñatos con el pelo rapado que quieren aprender a soltar ostias a sus profesores; viejos solitarios luchando contra los años para sentirse jóvenes de nuevo; algún excombatiente, exboxeador, y exyonqui con el hígado quemado de puños y anfetas… La mirada de todos ellos es la misma, porque en el ring no hay escudos ni trincheras. No, quien sube al ring lo hace sólo, a cara descubierta, y con el único fin de enfrentarse al miedo. Por eso, entre el olor a vaselina, ungüento y cuero, el gimnasio huele sobre todo a supervivencia.

Ana, ha llegado también tarde al entrenamiento y mira decepcionada al saco, como si tuviese una cuenta pendiente con el, y hoy no la pudiese cobrar. Es una chica joven forjada a sí misma, que boxea para demostrarse que debajo de ese cuerpo femenino y sutil, se esconde el valor suficiente para enfrentarse a la vida. En las clases, cuando se enfunda sus mallas ajustadas y su camiseta de tirantes, se suele poner en primera fila delante del espejo, a luchar contra las miradas lascivas de todos los hombres hambrientos que llenan el gimnasio de testosterona. No es que le guste exhibirse, simplemente se ha cansado de su timidez, y disfruta del poder incontrolable de una mujer luchadora. Le pregunto si quiere tomarse algo mientras vemos las esquivas rápidas de los chicos, y me contesta que sí, pero que mejor en otro sitio, alegando que aquí no aguantaría las ganas de vendarse las muñecas y empezar a descargar sus enérgicas combinaciones.

En realidad somos dos desconocidos, pero… ¿por qué nos empeñamos siempre en que todo tenga sentido?. Nos alejamos del ajetreo del gimnasio, y buscamos un sitio para tomar algo rápido. Advierto en sus ojos que sabe bien porque está conmigo. A cada paso, me doy cuenta que Ana no se va a quedar sin entrenar hoy; que no puede saltarse una noche sin luchar; que no puede dejar ni un día de sentirse mujer. Encontramos un viejo bar de barrio, de esos que apestan a calamares fritos y apenas ganan para mondadientes, pero no me atrevo a invitarla a entrar. Me dice que vive cerca de allí y que podríamos tomarnos en su casa una buena copa de ron extraviejo, recién traído de Cuba por un amigo. Es una oferta imposible de rechazar, me encanta el ron casi tanto como su descaro.

Su pequeño estudio es todo orden. Los libros perfectamente alineados. Los cojines colocados sobre el sofá por colores dos a dos. En la pared, varias fotografías del mismo tamaño ordenadas perfectamente. Nunca había visto una casa tan aséptica, tan fría. Ana, se a quitado la sudadera dejando asomar sus trabajados hombres y se acerca con dos copas en la mano. Coloca unos posavasos sobre la mesa y nos sentamos a disfrutar del ron. Cuando empieza a acortar las distancias, siento la misma aprehensión que provoca la campana antes de comenzar un asalto. Sin apenas calentamiento me pide sin tapujos que la folle. Su mirada guerrera es la misma que cuando boxea. Es la mirada que quiere vencer al miedo.
Quizás por eso el sexo sea también una cuestión de supervivencia.

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