por Marisol Oviaño
Imagen en contexto original: virtudyvicio
Aunque la ingeniería social de las últimas décadas nos haya hecho olvidarlo, un padre es un líder.
La publicidad nos quiere hacer creer que estamos aquí para que todos nuestros caprichos se vean satisfechos de manera inmediata “porque yo lo valgo”, pero la vida es la guerra. Y la misión de los progenitores, enseñar a los hijos a sobrevivir en ella.
Sin embargo muchos padres (y madres, estoy haciendo un uso genérico del masculino)
han renunciado a ejercer la autoridad. Porque es un coñazo, porque es de fachas, porque da pereza… O porque creen que ser padre consiste en rascarse el bolsillo cada vez que se lo piden.
Que esa es otra. Tendemos a creer que cuánto más rica sea una familia, mejor será la educación que reciban los hijos, pues podrán estudiar en la enseñanza privada. Pero los colegios están para enseñar conocimientos, la educación ha de darse en casa. Y la experiencia me ha demostrado que resulta mucho más fácil educar a los hijos en un piso de noventa metros, que en esos chaletazos donde los miembros de la familia están lejos unos de otros y cada habitación es un hábitat con consola, ordenador y tele. Compartir sofá une mucho, y ayuda a que todo el mundo interiorice la jerarquía familiar: el mando a distancia es un privilegio que corresponde al líder.
Porque el líder, además de tomar las decisiones y luchar por toda la manada, es quien manda. Y no puede tener la más mínima duda al respecto, la autoridad debe emanar de él como de los galones de un coronel que se dirigiera a un soldado raso. Lo contrario, un líder que dude de su liderazgo, sólo transmitirá a sus hijos una angustiosa inseguridad.
Y eso suele acabar traduciéndose en problemas que afectan a la convivencia familiar: malas contestaciones, malas notas, malas compañías… Y entonces sólo habrá dos opciones: rendirse o luchar. Si optas por la segunda, tendrás que empezar a ejercer de líder y revestirte de la autoridad a la que habías renunciado.
Y ¿cómo se hace eso?
En primer lugar tendrás que comprender que, por mucha tecnología que haya a nuestra disposición, la familia es una tribu; y que tus hijos, por muchos derechos que crean tener, necesitan que les enseñes a sobrevivir en el mundo exterior tanto como un chaval de una tribu africana necesita que le enseñen a cazar. No olvides que las herencias se gastan, pero lo que se aprende de joven no se olvida jamás.
Una vez que hayas comprendido la importancia de una buena educación, habrás de marcarte unas líneas maestras y unas líneas rojas. Las primeras te ayudarán a saber cuáles son los valores que quieres inocularles; las segundas, delimitarán lo que estás dispuesto a consentir y lo que, a partir de ahora, resultará innegociable.
A partir de ahí, todo será mucho más fácil.
Al principio los hijos protestarán y se rebelarán. Pero son como esponjas y, si tú no flaqueas y ven que te mantienes firme en tus principios, acabarán aceptando tu autoridad. Tanto, que una vez que todo el mundo haya asumido su papel, podrás permitirte el lujo de abrazarlos, reírte con ellos e incluso ser flexible con tus propias normas; pues ya serás un líder de manera natural.