Miguel Pérez de Lema
El escritorio tiene últimamente un aire a Henry James que no sé muy bien cómo negociar. Quiero decir que hay un fantasma que viene de madrugada a ocupar mi escritorio, mientras yo duermo, y desordena un papel, anota un teléfono misterioso en el margen de una factura, y me deja el teclado lleno de esa pólvora gastada que es la ceniza del tabaco. Porque resulta que el mío es un fantasma que fuma. Luego, en el otro escritorio, el de la pantalla del ordenador, me encuentro también sus huellas, y me entero que es un fantasma que además de fumar, es aficionado a navegar y descargar archivos de remotas páginas de literatura dramática y profetas acuarianos. Un fantasma así como espiritual. Un fantasma redundante e invasor.
El fantasma y yo estamos empezando a entrar en hostilidad declarada por falta de acuerdo en nuestros puntos de vista. Yo acepto su visita espectral, por aquello de optimizar recursos y tecnologías, pero exijo, al menos, mi titularidad del territorio y que me deje el escritorio en estado de revista, como se lo dejo yo. Sin embargo, el fantasma no se arredra y se comporta como si fuera yo el intruso. Como si fuera yo el fantasma. A lo mejor esto es lo que ocurre en general con los muertos, que creen que somos nosotros los fantasmas. Aunque yo tengo las facturas a mi nombre, que es la prueba definitiva de mi existencia.
Como prueba de mi talante conciliador le he creado en el escritorio a mi fantasma una carpeta “Carpeta para mi fantasma”, con la esperanza de que vaya metiendo en ella todas sus porquerías, pero no hay manera. Sigue dejándolo todo por medio. Pienso que quizá es su forma de comunicarse conmigo y tal vez hay un mensaje en esos powerpoints que dios confunda, llenos de amaneceres niños barbudos playas galaxias corazoncitos budas aloes. De estas cursilerías deduzco dos cosas, que es un fantasma femenino, y que a lo mejor el fantasma tiene la misión de redimirme. Pues lo lleva la claro.
Seguiremos informando.
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