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El mexicano, 2

por Rodolfo Naró
Fotografía en contexto original: mienlace
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Si para George Steiner la idea de Europa es un café siempre a la vuelta de la esquina en cualquier ciudad de ese continente, y para Jorge Luis Borges las largas mesas de la amistad, que me suena al asado del domingo en familia que podría resumir a los argentinos, en México la cantina sería el lugar ideal para encontrar la esencia del mexicano. Ahí se debate, se arregla el mundo, se habla de política, se firman negocios. Se pelea y reconcilia uno consigo mismo, se celebra y se desenamora. Ningún lugar tan idóneo para encontrar a los amigos o pelear con ellos, comer lo que a uno le gusta. Escuchar música de mariachi y cantar sintiéndose Jorge Negrete, por supuesto bebiendo tequila, a veces también para olvidar.

Hasta hace pocos años la cantina era un lugar reservado para hombres, en muchas de ellas había un canalito al pie de la barra para que el bebedor no se molestara en ir al baño a orinar y si se perdía ensimismado en sus recuerdos podía encontrarse de nuevo en el espejo que sigue estando atrás del cantinero y que atestigua lo que sirve. Era un refugio que en los años setenta fue perdiendo su virilidad y venturosamente dejó paso a las mujeres, con anuncios que decían “Ambiente familiar”.

En Tequila, la cantina más famosa estaba instalada en el portal, se llama La Capilla y aunque desde hace algunos años la movieron de sitio, sé que la sigue atendiendo Javiercito, su propietario y que el lunes es el mejor día para beber. Muchas veces escuché a mi padre decir que iba a La Capilla, no precisamente a rezar. Nunca fue necesario que mi madre nos mandara a buscarlo, siendo casi el único doctor del pueblo, antes de su segundo tequila, alguien iba por él para que atendiera un parto o a un baleado. En aquellos años todavía muchos hombres andaban por la calle con la pistola fajada a la cintura y no era difícil que en un pueblo con más de 12 destilerías, donde el aire embriaga por su olor a tequila, acabaran a balazos por un simple desacuerdo de borrachos, como en las películas de Pedro Infante.

Más de doscientos años de antigüedad tiene el tequila, así como lo conocemos y esos mismos años le ha costado llegar al lugar que ahora ostenta, dejando atrás al pulque, al aguardiente, al mezcal, ganándose la denominación de origen que sólo tienen grandes bebidas en el mundo, las mismas que también tomaron el nombre de donde nacieron: champagne, coñac, oporto. Ha pasado de ser sólo una bebida de cantina a posicionarse en las mejores mesas de manteles largos.

Antes del boom del tequila que se dio en los noventa, Tequila era un pueblo olvidado, ahogado por los gravámenes e impuestos, de una treintena de marcas, en pocos años llegó a tener casi mil. Eran los años en que todo oportunista hizo el suyo, le etiquetó con su nombre y lo envasó en lujosas botellas. Los más desarraigados quisieron darle otro status y dejaron de servirlo en su tradicional caballito, que tan bien se ajusta a la palma de la mano, al puño que palpita como un corazón, y comenzaron a servirlo en copa de coñac, que por orgullo, siempre me he negado a aceptar. Ahora Tequila es un pueblo próspero, con una autopista de cuatro carriles que acorta los 56 kilómetros que lo separan de Guadalajara. El paseo es bordeando azules mezcaleras como un mar tendido al ras de la tierra.

Así como el chile y la tortilla, que nunca faltan en las grandes comidas del mexicano, la cantina y su mundo interior donde no es raro encontrar un altar a la virgen de Guadalupe, nos ha dado identidad, no el café como en La idea de Europa que apenas en este nuevo siglo comienza a ser popular. Cuando en 1992 llegué a vivir al Distrito Federal el café sólo se tomaba en casa o en los restoranes Vips y Sanborns donde siguen sirviendo una insípida agua diluida. Sí había algunos cuantos cafés de tradición, pero nada comparado con tantas cantinas que aún subsisten casi en cada esquina, en cada rincón de México, donde sólo varía un poco el estilo de la música, la comida, el refresco de cola. El mexicano ha de traer la sangre caliente para decir lo que le duele, para darse valor y a veces también para pensar. Como si en la cantina se sintiera dueño de su tiempo y del machismo que tan malamente exportamos en viejas películas. Y aunque la palabra termine con “a”, nada de femenino tiene la tequila, como he escuchado que le dicen en el extranjero. Sólo en un país que canta: “y los machos de Jalisco afamados por entrones…” puede tomarse el tequila para revivir alegrías y frustraciones.

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Siempre que mi madre hablaba de hombres guapos, se refería entre uno de ellos a, Jorge Negrete y ,siempre hacía el mismo comentario: Cuando vino Jorge Negrete a cantar a España, las mujeres se tiraban a él y en una de las ocasiones le arrancaron los botones de la bragueta y, él exclamó, que pasa, que en España no hay hombres… y, claro… palabras mayores aquellas.. no obstante, llenó el teatro, de mujeres…. Y hombres.

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