Dejábamos de quejarnos en la barra del bar, la cola del pan, las gradas del campo de fútbol y las sobremesas en casa de la suegra.
Dejábamos de conformarnos con el eco que encontramos en todos los demás.
Apagábamos la tele y salíamos a la calle.
Y provocábamos una revolución, aun a sabiendas de que tarde o temprano llegaría la contrarrevolución, porque el ser humano no tiene arreglo.
Los hijos de los políticos irían a colegios públicos.
Ellos y sus familiares esperarían en la consulta de la Seguridad Social contigo o conmigo.
Y no sabríamos quienes eran.
Porque no tendrían coches oficiales, no tendrían guardaespaldas, irían a trabajar en su propio coche o en transporte público. No tendrían sitios privilegiados para aparcar ni saldrían en la tele: así podrían infiltrarse en la realidad social y vivir como el pueblo.
Podríamos convertir todos los Ministerios y similares en viviendas de protección oficial. Ya hay bancos que no tienen oficinas ¿por qué no sucede igual con los Ministerios?
Se legalizarían las drogas, la prostitución, todo aquello que tiene gran demanda y está prohibido. Así dejaríamos de mantener a gran parte de la población reclusa, y podríamos invertir todo el dinero que nos gastamos en perseguir esos delitos en Educación, Sanidad, Justicia e Infraestructuras. No en partidos políticos, sindicatos y otros chupasangres que sólo sirven para ofrecerse como solución a los problemas que ellos crean.
Excepto el presidente, ningún cargo público ganaría más de 3.000 euros al mes.
Su sueldo sólo podría subir en función del IPC y una sola vez al año.
El presidente ganaría 6.000, para que le diera para invitar a otros mandatarios a comer en su piso de 100 metros con su traje comprado en unos grandes almacenes. No querríamos que los otros le admiren por el dinero que gasta, sino por su buen hacer. En virtud de su cargo, se le exoneraría de asistir a las reuniones de la Comunidad de Vecinos.
No harían falta tantas medidas de seguridad, tantos hoteles de lujo, tantas comilonas ni tantas dietas a cargo de el Estado, porque, excepto cuando fuera imprescindible, las reuniones a alto nivel se harían por video conferencia. No tendríamos que apabullar a las delegaciones de otros países por nuestra riqueza, sino por nuestra capacidad para hacer que se sientan cómodos en cualquier parte.
¿Da miedo la idea de unos políticos sin cara?
Porque nos han hecho creer que son imprescindibles, que sus caras garantizan que algún día darán la cara.
Pero, si te paras a pensarlo, no conocemos el rostro de quienes de verdad mandan, esos que han conseguido que la clase media pague su propio exterminio.