por Marisol Oviaño
Los sábados por la tarde siempre se vende algo, pero los domingos por la mañana sólo vengo aquí a aumentar la factura de la luz; no merece la pena que sacrifique mi único día de asueto, este es el último domingo que abro.
Aprovecho la tranquilidad para ponerme a escribir, y en esas ando cuando entra mi amiga octogenaria, que llevaba varias semanas sin venir por aquí. Me levanto a darle dos besos y ella comenta lo bonita que ha quedado la trinchera proscrita.
– Pero no conozco a ninguno de estos escritores.
– Ya. Es que casi todos son de editoriales independientes.
– ¿Y por qué no traes libros normales?
Sé que le habría hecho feliz que mis estanterías estuvieran llenas de los autores que florecieron a la sombra de Felipe González y que hoy son pesos pesados en la cuadra del grupo Prisa. Pero los escritores proscritos son una amenaza para ella, que ya no tiene edad de experimentar cosas nuevas.
– Porque para eso ya están los centros comerciales y las otras librerías.
– En el centro comercial sólo venden bestsellers. Y yo nunca compro libros allí porque no leo bestsellers.
– Allí también hay una librería en la que venden libros “normales”.
– No, sólo venden bestsellers –insiste ofendida.
– En la planta de arriba hay una “Casa del Libro”.
– Que no, que no hay ninguna librería.
– Que hay una “Casa del Libroooooo” –contesto aburrida de la absurda discusión.
– Bueno, no sé, yo nunca he ido al centro comercial –admite a regañadientes-. Pero el libro que te compré el otro día no me ha gustado nada.
Debe llevar muchos días encerrada en casa y viene con ganas de discutir. Pero yo hace dos meses que no tengo un día de descanso, estoy muy cansada, no me apetece hacer de sparring. Es ley de vida que a una mujer de ochenta y tres años no le guste lo que escriben autores cincuenta o sesenta años más jóvenes. Pero no digo nada, y ella sigue erre que erre.
– Utiliza muchos adjetivos –me dice desafiante-. Ya te lo traeré, los tengo señalados para enseñártelos.
Se sienta, abre el bolso y saca el paquete de tabaco. Antes nos íbamos a la trastienda a charlar para que pudiera fumar, pero la trastienda ahora es el aula y ya no hay donde esconderse.
– Me dejaras fumar aquí ¿no?
– No.
– Pero ¿por qué no? Te estás poniendo muy histérica con el tema este.
– Pues porque se te ve fumar desde la calle.
– ¿Y qué? Si entra alguien, apago el cigarrito y en paz. Y si lo apago ¿cómo va a saber que estaba fumando?
– Por el humo, por el olor a tabaco, por el cenicero…
– Vamos, vamos, qué exagerada. Y aunque lo sepa ¿qué? ¿Qué importa que lo sepa?
Ella sabe perfectamente que está prohibido fumar en todas partes. Y yo le he explicado un millón de veces que cualquiera puede denunciar anónimamente el incumplimiento de la ley y que, si alguien me denunciara, me pondrían una multa que terminaría de buscarme la ruina.
– Si no importara, la gente seguiría fumando en todas partes. ¿Es que no ves que ya no se fuma en ningún sitio?
– Al contrario, ¡cada vez se fuma en más sitios! –dice ufana.
No puedo evitar sentir cierta lástima por ella. En el último año ha dado un bajón y ha ido perdiendo poco a poco contacto con una realidad que cada vez le resulta más hostil.
– No me digas –sonrío conciliadora- que soy la única que no te deja fumar.
– ¡Pues claro! Yo voy a muchos sitios en los que me dejan fumar.
Creo que las dos sabemos que miente descaradamente. Pero también podría ser que ya no distinga bien entre el pasado y el presente.
– Y además, lo pone en el periódico –insiste mientras comienza a abrir el paquete de tabaco.
– Como si lo dice el Papa, no te voy a dejar fumar.
– Pues en otras tiendas me dejan fumar. Sobre todo en una, me siento y charlamos y fumamos tranquilamente.
– ¿En qué tienda?
– Ah, no te lo digo.
– Es secreto.
– Sí, es secreto. Entonces ¿te empeñas en no dejarme fumar?
– Me empeño.
– Pues me voy. Eres una pesada.
Y, acto seguido se marcha ofendida.
Hace tiempo que sólo va al médico, a la farmacia y al súper. Pasarse por la trinchera proscrita de uvas a brevas es toda su vida social, pero ya no puede fumar aquí. Por muchas pataletas que se coja, no voy a dar mi brazo a torcer. Y ya lo siento por ella. Sobre todo porque creo que este comportamiento infantil no se debe al egoísmo desmedido en el que acaban cayendo quienes llevan muchos años viviendo solos, sino a la degeneración de las neuronas propia de la demencia senil.
Acabo el artículo que me ha inspirado, lo subo al blog y cierro la trinchera proscrita.
Lo dicho, este es el último domingo que abro.
Una respuesta a «Vivir eternamente»
Pues yo ya he encontrado varios bares en los que se deja fumar. Ojalá que no sea demencia senil, con miss mejores deseos, feliz año.