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La vida amarga, 2

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Habiendo trasegado litros y litros de sabiduría a lo largo de un sinnúmero de birroterapias, de cursos de terapia corporal, de seminarios específicos, de horas de psicoterapias individuales y en pareja, de lecturas clásicas del género y de noches transpersonales que tardan mucho en dar paso al día, tras muchas charlas y muchas risas y llantos compartidos, un exceso de ruedas (¿cómo estamos aquí y ahora, cómo nos sentimos?), de preguntas incómodas, de balbuceos y excusas sofisticadas, de ataques de histeria y de momentos de paz paseando por senderos que se pierden en el bosque, he llegado a la conclusión de que mi vida no vale mucho.

Digo que no vale mucho porque no me da para pagar el alquiler, el agua y las cuatro cosas que uno requiere para pasar los días bajo el sol. Descarrilo mis semanas yendo de un lado al otro comerciando con trocitos de latón que ni siquiera están fabricados en mi país, se importan de China, se les adjunta un certificado de origen falso que la Cámara de Comercio local, sin ningún rubor, rubrica y procedemos a exportar.

Digo que no vale mucho en términos monetarios. Volver de Jordania y encontrarme con sobrecitos de mi Caixa reclamándome recibos atrasados me lo confirma.

Pero como Josep Pla en su día, puedo vanagloriarme (término exacto) de que mi profesión, Técnico en Comercio Exterior según el epígrafe del INEM, me ha permitido estar en la punta de lanza de la globalización. He trapicheado en el gran bazar industrial de Teherán, he asistido a la apertura de plicas en “bases de vie” de la Sonatrach en el desierto argelino y he visitado elegantes despachos con vistas al Golfo Pérsico. He lucido corbatas en los mejores barrios de París, me han invitado a ostras y he compartido sobremesas con embajadores y agregados comerciales un poco en todas partes. Esta es la parte glamourosa.

He estado sentado en la mesa con mequetrefes apestosamente ricos y he departido con ellos alegremente. He tenido que leer periódicos deportivos para saber de qué hablar con ellos. He bebido vodka hasta reventar todas las horas de la noche con mafiosillos armados. Con ellos he compartido chavalas y risas. He escuchado sin abrir la boca grandes improperios a mi país en otras regiones de España. Yo callao como una puta: el cliente es rey. Me he bajado los pantalones y me han dado por el culo para yo poder volver a casa con el proyecto firmado. He visto el trabajo de los esclavos bajo la canícula de Saudia; en vídeo he visto a los chinos que hacen lo que yo vendo. En Lacunza, Navarra, pude estar en una fundición, y me avergoncé de mi impecable corbata que refulgía contra los mandiles de cuero con que los mozos se protejen frente a los chorros de colada. He llorado de estrés en un avión de Alitalia volviendo después siete días de feria en Milán. Esta es la parte amarga. La parte que no suele aparecer en mis papeles.

Yo sólo contaba la parte glamourosa. Tartaria en ciernes y algunos artículos anteriores dando cuenta de la desolación del viajero marcan un viraje en mi escritura.

Soy un mercenario de la Globalización. Y así somos los mercenarios: hijos de puta cabrones que no recorren el mundo para arreglarlo o cantar la beldad de las bellezas locales. Podemos ser sensibles a dichas bellezas, no cabe duda, e incluso a algunos nos gusta dar cuenta de ellas y compartirlas por escrito; pero eso no impide que nos las follemos si nos invitan a ello, si se tercian las ganas con la ocasión. Condón mediante, ninguna se escapa.

Y las ganas están. Y las ocasiones aparecen. La corrupción mancha. Y vivo pringado y a disgusto. Es mi condición de mercenario.

Le puedo dar un barniz de cultura a la experiencia del comercio internacional, teñir de una simpatía cosmopolita muy seductora mi condición de viajante y alardear de ser un lector habitual de las columnas de Krugman en el NY Times. No faltan nunca libros en mi maleta con los que lleno las esperas. Y procuro llevarme de vuelta a casa las anécdotas que sé engancharán a quien las escuche (camellos despiezados en un mercado de abastos en Casablanca, una botella de Johnny Walker Blue Label en mitad del desierto saudita, el silencio de una noche en el Empty Quarter de Omán…).

Pero en el fondo de mi discurso ilustrado y ameno veo los antros donde he recalado. A las chicas apelotonadas en el Cyclone , una discoteca-burdel de Dubai: chinas, indonesias, rusas, turkmenas, ucranianas, somalíes… Todas me llaman. Todas me buscan. Algunas han dado conmigo. Con ellas cargo. También ellas se suman al fardo de mis años.
Y cada día me pesa más el fardo de esta mi vida amarga.
Sólo una manera he descubierto para descargarme. Y es ponerlo por escrito. Y eso hago.
No me querrán más quienes me lean. Pero me hará bien la sangría.

0 respuestas a «La vida amarga, 2»

No premia la felicidad al que se cree capaz de conseguirla; sino al que, con vida amarga, no cesa en su inopia de buscar, creyendo –además- no poderla encontrar.

(Y nos viene de perlas tu sangría)

Saludos

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