por Marisol Oviaño
A los niños que tienen hermanos sanos, se les lleva a conocer al recién nacido para que se vayan familiarizando con él. Pero nadie sabía cuánto tiempo viviría Eude, que estuvo una buena temporada en la UCI y después en cuidados en intermedios, donde ningún niño podía pasar. Para Alejandro, que todavía no había cumplido tres años, la hermanita sólo era una entelequia que había alejado a su mamá de él. Y un día, cansado de sufrir mi ausencia, en cuanto llegué del hospital deseosa de abrazarlo y comérmelo a besos, empujó una maleta vacía hasta la puerta.
– Vete.
Cuando le llevamos a conocerla, aparcamos el coche y le señalé el edificio en el que estaba su hermana.
– ¡Eude! ¡Eude! ¡Eude! –gritó emocionado.
Comprendí que él esperaba que ella se asomara a saludarlo a una ventana y gritara: “¡Alejandro! ¡Alejandro! ¡Alejandro!” Y que la realidad le resultaría decepcionante. Mientras su padre le aupaba para que pudiera ver, yo cogía en brazos a su hermana para mostrársela.
– ¡Eude! ¡Eude! ¡Eude! –gritó golpeando el cristal que les separaba de nosotras.
Pero Eude, que sólo era un bebé de meses y además estaba completamente drogada, no demostró la más mínima emoción; y Alejandro, aburrido, no tardó en decir que quería marcharse. Durante su primer año de vida, Eude pasaría mucho más tiempo ingresada en el hospital que con nosotros, ninguno de elos dos pudo acostumbrarse al otro.
La primera vez que ella vino, por fin, a casa -volvería a ingresar otra buena temporada pocos días después-, su hermano tenía otitis. Por la noche le subió la fiebre y nos lo llevamos a nuestra cama. A las siete de la mañana se quedó como muerto, sin respirar. Nos costó mucho quitarle el chupete, su padre se levantó, lo cogió por los tobillos y comenzó a sacudirlo y a correr arriba y abajo por el pasillo como un pollo sin cabeza con el niño bocabajo. Mientras, con una sangre fría que hoy añoro, yo me vestí a lo bombero, arranqué a Alejandro de las manos de su padre y bajé a la calle a parar un taxi. En cuanto le di la dirección del hospital, el niño empezó a respirar con normalidad.
Pasamos varias horas en observación. Lo que nos había parecido una parada respiratoria sólo era una convulsión febril. En aquella época yo no tenía móvil, y cada veinte minutos salía a la cabina a llamar a su padre para asegurarle que todo estaba bajo control.
Cuando regresamos, él nos abrió la puerta desencajado y nos abrazó como si llevara diez años esperando que volviéramos de la guerra. Alejandro tenía sueño y lo acostamos en su cama; su padre cogió una silla y se sentó a la cabecera para cerciorarse de que no dejara de respirar.
Comprendí entonces que si el miedo nos ganaba la partida nuestra vida sería un infierno, y lo obligué a levantarse de allí.
– No podemos pasar la vida vigilando cuál de los dos se muere antes.
Hoy, 17 años después, Alejandro está en Gandía con sus amigos. Volverá el sábado por carretera, y procuro no pensar en que harán el viaje de vuelta agotados por siete días de marcha salvaje. Si lo pienso, no dejaré que ese mismo sábado Eude se suba al coche en el que sus colegas pasarán a buscarla para ir unos días al pueblo. Bastante tengo con no pensar en que el 16 de septiembre (ya tenemos fecha) le rellenarán el aneurisma cerebral con alambre y pegamento.
Pero, joder, qué difícil es.
Cómo echo de menos a la mujer valiente que fui.
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