Miguel Pérez de Lema
El Libro. El Libro se fomenta como si fuera un reconstituyente universal. Nueve de cada diez expertos recomiendan que lea libros. Mas libros: más libres, dicen. Todos con el libro. El libro ha muerto: Viva El Libro. Ponga un libro en su vida. No ya hay caja de ahorros o ayuntamiento que no apoye El Libro. Lo sospechoso de estos mensajes es que nunca dicen de qué libro hablan. Y es que lo importante ya es El Libro en sí, el objeto, el fetiche. Ni mi libro ni tu libro, sino El Libro. Somos fetichistas de El Libro y hemos hecho de él nuestro símbolo. Llegados a este punto de sublimación ¿para qué leerlo?.
Te regalan un libro y debes de alegrarte como si te regalaran un perfume, cuando lo que se supone que hacen al darnos un libro es ponernos en el compromiso de leerlo, decirnos qué tenemos que hacer, meterse en nuestros asuntos. Por suerte, gracias a su transformación en fetiche, esta parte engorrosa se da por olvidada y podemos regalarnos libros unos a otros despreocupadamente, desinteresadamente, sin el menor riesgo de vernos impelidos a conocer su contenido ni de instar a los demás a que hagan lo propio. El Libro es el beso que se echa a volar con la palma de la mano. El Libro es un gesto, una acción, un síntoma de civismo. Es común y es bueno.
El libro ideal debería ser liviano y transparente. Un libro son todos lo libros. Prueba a regalar otro objeto sin elegirlo cuidadosamente y podrás disgustar a tu amigo. Pero con El Libro siempre aciertas. El Libro no pesa, es un ritual mágico porque hemos renegado de la hosca ilustración, que dejó al hombre sin fe, sin esperanza y sin caridad, y nos hemos convertido en supersticiosos felices y beatos sin martirio. El Libro, ese libro único que se promociona y se ensalza, es una participación ganadora, un boleto premiado de antemano porque ha adquirido la esencia angélica de lo completamente accesorio. El pintor Ives Klein se adelantó a nuestro tiempo vendiendo el vacío. Llenó una galería alemana de “sensibilidad de artista”. La sensibilidad se vendía en participaciones de un metro cúbico, acreditándose la propiedad al comprador mediante un documento firmado por el pintor. Sólo se aceptaba el pago en oro.
Vemos en todo esto que El Libro nos ensalza. Un concejal siempre parece más alto si se fotografía junto a El Libro. El Libro hace a la mujer más bella, al hombre más egregio, al cadáver más alegórico. A las personas que pergeñan las campañas a favor de El Libro no les preocupa que la gente lea más libros, quizá ni siquiera desean que la gente posea más libros. Lo que les preocupa en el fondo es la salvación de su propia alma y por eso asocian su sello al de un bien en sí mismo como El Libro. Hay que visitar a los enfermos desahuciados en los hospitales, regalar caramelos a los niños, desear paz y felicidad a tus conciudadanos y dar una muestra de que eres una parte de las potencias positivas del universo uniendo tu sello al de El Libro. Cualquier libro. El Libro y basta.
Si las personas que pergeñan estas campañas tuvieran el propósito de convencernos para que leyéramos más libros harían lo contrario de lo que hacen. Pongan un cartel de 30 metros cuadrados sobre la fachada de un edificio céntrico con la portada de un libro –de cualquier libro- y la frase: “No lea este libro”, y la gente correrá en estampida a buscarlo. Si la frase dijera “Este libro provoca cáncer”, no habría imprentas suficientes para satisfacer la demanda .
El Libro es pues un signo estético, es abstracto y conceptual, es la belleza de la forma, y todo debe acompañarlo. El Libro en su proceso debe ir arropado por bellas acciones que lo ensalcen, que lo honren. Y así, es honroso pagar a un pobre desgraciado para que escriba un libro y no lo firme. Pagar a un pobre desgraciado para que escriba pero no firme un libro no es un acto cruel, sino un arreglo de las imperfecciones de la naturaleza. La persona que pondrá luego su firma tiene muchas más condiciones para que El Libro sea un hermoso acontecer. El pobre desgraciado que escribe y no firma carece habitualmente de la donosura, la voz timbrada y el vestuario apropiado para representarlo y el contenido, como prueban los próceres del arte contemporáneo, es sólo contingente, mientras que el contenedor es lo verdaderamente necesario.
Algunos desaprensivos dicen hacer listas en función del contenido de los libros y esos sí debieran de ser reprendidos. Al final del año sacan una lista en la que eligen, por ejemplo, las 10 mejores novelas. Es una falacia. Nadie puede leer todas las novelas, ni siquiera la mayoría de las novelas, ni aún un porcentaje relevante de ellas.
“Las 10 mejores novelas que nosotros hemos leído” sería un encabezamiento más honesto para esa lista pero tampoco sería cierto, pues en la lista de cada de uno de los que votan es seguro que aparece algún título que muchos de los demás votantes no han leído. Lo que se intenta explicar con esto es que el criterio es inversamente proporcional al número de publicaciones, y que éstas siguen una progresión geométrica que ha hecho matemáticamente imposible que los críticos sepan de qué están hablando. La sabiduría popular ya previene del peligro de que los árboles te impidan ver el bosque. Y Platón nos explicó mucho antes que vivíamos confinados en una caverna. Ante este panorama, El Libro es lo que nos queda. El Libro, ese Libro, nuestro Libro, el de todos y quien esté “libro” de culpa que tire la primera piedra, ponga una vida en su libro, y con la compra de dos libros El Libro de regalo, yo he venido aquí a hablar de mi libro.
El Libro como suposición, El Libro como grimorio, El Libro como amuleto. Sólo nos queda dar un paso más en la deconstrucción de nuestra sensibilidad y llegar por fin a la consumación del símbolo, al ideal del analfabetismo por decreto, al hombre contenedor.
(Fotos: retronaut.com)
5 respuestas a «Siempre que llega la feria del libro se me pone mal cuerpo»
Bravo.
Tantos días callado… qué ganas tenía de que hablaras, señor Barroco.
Yo trabajé en una Feria del Libro.
Todos los autores de la editorial me traían una cerveza y, algunos, hasta un trozo de empanada.
Un día, el Rey me dio la mano.
A mí los escritores que esperaban en la caseta con el boli en la mano, me daban mucha pena.
Había un tipo que tenía una editorial que vendía libros que parecían encuadernados en piel, olían a piel, pero no eran de piel.
Cada cinco minutos atacaba la caseta una horda de preadolescentes: ¿Tiene pegatinas?
Como los escritores me traían tanta cerveza, tenía que ir muchas veces al baño. Un día no pude esperar a que llegara el jefe y le dije a una pareja que llevaba veinte minutos curioseando entre nuestros libros:
– ¿Sois honrados?
Los dejé al cargo mientras yo iba a aliviarme.
Cuando volví del baño seguían allí. No robaron nada.
Aunque fue divertido, me juré a mí misma que jamás volvería a trabajar en una Feria del Libro.
(Todo esto me ha traído a la memoria tu artículo)
Lo pasé muy bien.
Se dedica más tiempo a hablar sobre leer libros que en leerlos..
Como autor, lector y participante de ferias de libros en México, como la FIL y la de la UNAM
Estoy de acuerdo en los calificativos q le da el autor del artículo
al libro, sobre todo en como los va desarrollando, bien por el blog
Por lo q hace a las ferias so un festival de sensaciones, por tanto siempre hay q ir, dependiendo del tema de la feria de q se trate y del interés del asistente
Hasta luego
La última feria del libro a la que asistí si que me descompuso, o sea, me puso de mala leche.
Fue la feria del libro de Bruselas, con España como país invitado de honor.
Ocho euros de entrada… para encontrarse con un quiosco del Instituto Cervantes y otro de la librería local que surte a Bruselas de letras hispanas. Ni una sola editorial patria había desplazado siquiera una cucaracha.
Debe ser la crisis.
Pensé en aprovechar por lo menos para hacerme con el último de Pérez-Reverte, pero cuando vi la etiqueta adherida… me acordé de que llevaba cocodrilos por zapatos.
Antonio.