por Rodolfo Naró
Fotografía en contexto original: La Jornada
¡Unos tacos, por caridad! Así me repito después de dos o tres meses de estar fuera de México. En esta semana de patriotismo por todos lados, de ondear la bandera y sentirse uno más mexicano, me preguntó ¿por qué no he podido comer unos buenos tacos en otro país que no sea el sur de Estados Unidos? ¿Por qué en nuestro país hay buenos restaurantes chinos, japoneses, italianos, argentinos y en el extranjero no es posible encontrar unos originales tacos al pastor? ¿Por qué a nadie se le ha ocurrido y me refiero a los especialistas, como El Tizoncito, El Fogoncito o la franquicia Taco Inn, aprovechar la vida nocturna de Buenos Aires e instalarse en plena avenida Corrientes o en la plaza Mayor de Madrid o a un lado de la Puerta de Brandeburgo en Berlín? ¿Por qué en mi pasada estancia en Barcelona los catalanes, como deferencia, me ofrecían nachos como comida mexicana? Y en el supermercado las tortillas de harina, las salsas y demás productos típicos eran marca The Old Pass. ¿Por qué han sido los gringos los que exportan comida Tex-mex como si fuera lo que se degusta en las mesas de México y no La Costeña, que ahora presume sus ochenta y cinco años de vida, o Herdez? ¿Es tan difícil poner un trompo y apilarlo de carne de puerco, comprar harina Maseca y con una maquinita que no vale más de veinte mil pesos y ponerse a hacer tortillas originales y no las cochinadas de Taco Bell que ya hay hasta en el corazón de China?
Recuerdo hace algunos años cuando McDonald’s México intentó instalar uno de sus restaurantes en los portales de Oaxaca y como si hubiera sido una afrenta al honor nacional, se levantaron firmas, se hicieron marchas, plantones y se desgarraron las vestiduras tricolores porque la comida del imperialismo se instalaba en el renovado centro del pintor Toledo, cuando la Coca-Cola está ya en la canasta básica del mexicano y llega hasta el más recóndito de los pueblos de México. ¿Qué acaso no es lo mismo? ¿O será que ya nos acostumbramos a ver ese refresco negro y sudoroso en las manos de cualquier niño obeso o a punto de serlo? También recuerdo hace un par de años que la delegación Venustiano Carranza del DF organizó el festival de la hamburguesa y las señoras torteras, indignadas, decían que cómo era posible si lo nuestro era el taco y la torta, cuando esta última llegó a México con la invasión francesa de 1862. La baguette la traían los mercenarios belgas como un banderín en su mochila de campaña y así como sacar una flecha para el arco, en mitad de las batallas desenfundaban su mega torta y entre disparo y mordida casi nos ganan el territorio. Los mexicanos de esa época aprendieron y adaptaron la horrorosa telera, la milanesa y el huevo con ejotes, supliendo, muchos años después la crema por la mayonesa de nuestros vecinos del norte. ¿Por qué los gringos, por poner un ejemplo, sí pueden comer la misma hamburguesa, exactamente igual en Los Ángeles, en Moscú o Seúl, o los argentinos un buen bife de chorizo, o los japoneses un sushi en cualquier parte del mundo y los mexicanos tenemos que añorar la tortillas, el chile y los tacos aún en Caracas o Santiago de Chile? ¿Dónde ha quedado Bimbo y sus malas Tortillinas Tía Rosa que sacan de un apuro y que no pude conseguir en Argentina. Hace dos años que pasé una larga temporada en Buenos Aires quise dar una cena mexicana a mis amigos porteños, para conseguir las famosas Tortillinas casi tuve que pedir un exhorto a la Embajada de México. En otra ocasión, me encontraba desesperado por un molito y fui al recomendado restaurante Xalapa del barrio Palermo, me he comido un sancocho sólo comparado con el vómito de Linda Blair en El Exorcista. Para saber qué me habían dado los compatriotas que manejaban el lugar, fui a despedirme de ellos, comprobé que la comida la calentaban en una docena de microondas, donde seguramente también descongelaban los entuertos que servían, y recalentaban las tortillas, imposibles de enrollarlas en la palma de la mano, eran como pequeños petates paleteados por una huaracha, yo que había querido apantallar a María Esther, no supe cómo decirle que aquello había sido una estafa.
Ni la ancestral cultura culinaria, ni el hambre patriotera que se nos despierta al estar fuera de México, ni tanto paisano regado por el mundo, ni las grandes marcas como La Chata, orgullo nacional, ni tú, ni yo hemos podido exportar el sabor de México más allá de las fronteras de California y lo que corresponda de Nueva York. A mi la verdad me da harta vergüenza que hasta en eso los gringos y pronto también los chinos nos coman el mandado y nos dan gato por liebre, fajitas y nachos como la comida que come el mexicano. ¿O acaso es demasiado pedir unos tacos como dios manda?
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Rodolfo Naró, poeta y narrador mexicano, su libro reciente es El orden infinito, finalista del Premio Planeta de Novela 2006.
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Cuando estuvimos haciendo kilómetros en México, nos llamó mucho la atención que todo el mundo fuera por la calle con una Coca Cola, o cualquier otro refresco (hay botellas de Coca Cola de 3 litros y no exagero si digo que casi todos los mexicanos que conocí estaban literalmente enganchados a ella. Y hay Fanta de Sangría, por ejemplo). Observamos que hay un problema importante con la obesidad infantil: un tanto % de los niños están muy gordos, y lo que, más apabullados nos dejó, fueron esos carteles publicitarios en las carreteras en los que se aseguraba que comer hamburguesas era bueno y sano.
La mejor cocina… la cocina de los buenos sentimientos y la de los buenos recuerdos.
Y digo esto, porque yo una vez que llevaba fuera de mi tierra una larga temporada, añoraba la comida que normalmente en casa solía comer. Y esto era hasta tal punto, que se me hacía la boca agua cada vez que pensaba en esa imposible posibilidad. Así que cada vez que iba a comer o cenar, echaba de menos no encontrar un local donde poder simplemente olfatear o mirar a través del cristal las viandas y platos típicos de mi querida Cartagena…
http://www.cartagena-turismo.com/gastronomia.htm
En esos momentos, hubiera pagado lo que me hubieran pedido por un plato de aromático caldero o por una tortilla de chanquetes, o por un plato de conejo con tomate o por una ensalada acompañada de un buen cacho de bonito en salazón… Pero, estoy seguro, que si esa imposibilidad hubiera acaecido, ninguno de esos platos me hubiera quitado las ganas de comer, porque realmente lo que mi estómago estaba reclamando, era un buen plato de besos revueltos con recuerdos de los abrazos de mis hijas y de mi mujer.
Por eso y desde entonces, cada vez que salgo por largas temporadas de mi tierra, suelo decir a mis amigos: “que para mi, la mejor cocina pasó a ser, un buen plato calentito y repleto hasta los bordes de los buenos sentimientos y de los buenos recuerdos… que bien me sientan de mañana, por la tarde y al anochecer”
Gracias por sus comentarios, querida Marisol, sigues llevando a México en el corazón.
Mexico para mí, tiene dos nombres, Emilita y Emilio, ellos, eran una pareja de casi 75 años de edad que casualmente conocimos en un supermercado en Canberra y, que afortunadamente, así fue pues, ellos habían sido traídos de Mexico por el hijo de ella para, lamentablemente, cobrarse una venganza mísera.
El hijo, siempre envidio que su madre, adorase a un nieto –hijo de su hermana- y que este creía que a los suyos no les quería de la misma manera, les engañó invitándoles a una vida en el paraíso, y lo que les ofreció fue una caravana fría y sin condiciones para ser habitada, les cortaba la electricidad en invierno y muchas otras barbaridades. Mi madre, se les trajo a casa a vivir con
nosotros mientras preparaban la expatriación y, para mi fueron unos meses maravillosos aquellos que compartimos con este matrimonio, eran para mí los abuelos que no tenia en aquella época pues los tenia en España y, disfruté de ellos cada segundo. Recuerdo el lunar tatuado de ella en su mejilla y los polvos que se ponía en la cara, los coloretes y una pequeña coletita que se hacia cada mañana.
El era todo un caballero trajeado , siempre de marrón y su pelo engominado hacia atrás. Cuando el momento de la despedida llegó, fue como si en realidad mis abuelos se marchaban dejándome allí solita entre eucaliptos, y kookaburras cantando por la mañana al amanecer. Nos
carteábamos pero pensaba que nunca mas les vería. Ellos en Mexico tenian algo mas que amistad con los dueños de una fabrica de mazapanes, se llamaba Mazapanes Toledo y, estas personas en agradecimiento a mis padres por haber ayudado a estos ancianos, nos mandaban mazapanes y un calendario por navidades. Tres años después que Emilia y su esposo regresasen a Mexico, llegó mi padre con los pasajes de regreso a España para los 5 miembros que formaba nuestra familia,era en un trasatlántico llamado “Galileo Galilei” y, cual fue nuestra sorpresa cuando vimos que una de las
escalas la hacíamos en Acapulco, eso significaba la posibilidad de reencuentro con Emilia y Emilio.
Nos pusimos en contacto con ellos para darles la noticia y, puntualmente el 26 de Junio de 1975 justo allí al bajar de las lanchas transportadoras , se encontraban aquellos seres maravillosos esperándonos, habian hecho el viaje desde DF, ella con su coletita y el sin traje, pero de marrón. Fueron unas horas maravillosas las que pasamos juntos como en familia, bueno, más que en familia. Esta si era la ultima vez que nos veríamos en nuestras vidas y fue en un lugar donde el sol brilla de distinta manera, sol que
si cierro los ojos, aun puedo percibir. Después de llegar a España, mantuvimos contacto durante un par de años y de repente dejaron de llegar cartas de mi querido Mexico y, un día una carta de Mazapanes Toledo con una noticia nada dulce… Mexico es tan significativo para mí