por Marisol Oviaño
Fotografía en contexto original: rakelblue
Hace ocho años, las emociones ponían en marcha tal energía en mí que nunca tenía sueño. Y tenía que agotarme escribiendo, escribiendo, escribiendo, escribiendo, escribiendo, escribiendo. Mientras, la noche galopaba.
En las últimas semanas, gracias a los movimientos del núcleo duro proscrito, he vivido muy intensamente. Pero ahora tanta emoción me deja para el arrastre. Y comprendo por qué en la vejez uno está para pocas emociones: ni el cuerpo ni la mente aguantan.
Hace años, una antigua cliente y amiga que rondaba los sesenta, me dijo: “A medida que te vas haciendo viejo, la vida va dejando de ser actividad física y pasa a ser actividad mental”. Pero esta semana he aprendido que lo intelectual abriga mucho sólo en la primera fase de la vejez: hasta los ochenta. Después comienza otra fase.
Revisando las anotaciones que Ene (83 años) ha añadido a su autobiografía, leo: “Llega un momento en que se acaba la vida psicológica. Han conseguido que vivamos muchos años, pero sólo tenemos vida orgánica. Parece que estamos vivos porque tenemos hambre y sueño, pero no tenemos ilusión. Tu tiempo de ser en el mundo ya ha terminado. Tuviste una vida. Ya estás muerto, no hay razón para temer a la muerte. No tienes ilusión, sólo tienes el tiempo que falta para que llegue la muerte. Por eso es tan agradable dormir: el tiempo pasa más rápido”.
Yo todavía prefiero estar despierta que dormida.
Para mí vivir es fácil.