Para mis alumnos Jorge y Jesús, que no creen que todo pasa por algo.
por Marisol Oviaño
La urbanización en la que vivo data aquella época en la que, aquí, los pisos se construían para solaz de los veraneantes: gran jardín, piscina, pista de tenis, espacio para montar en bicicleta… Entonces no debía llevarse lo de la especulación del suelo. Y si a alguien se le hubiera ocurrido hacer construcciones tipo corralas, con una piscinita y dos metros de césped en el medio –tan de moda en los últimos años-, nadie las habría comprado.
Ayer salí de casa bastante tarde, incluso para ser sábado. Y me eché las llaves en el bolsillo, para no perder después cinco minutos buscándolas en el bolso a la puerta de la trinchera proscrita. Mientras caminaba entre sequoias y cedros del Líbano dando gracias a dios por este jardín, me pareció oír el grito de un niño a lo lejos: “O-ó-o… O-ó-o… O-ó-o». Y no le di mayor importancia.
La urbanización es tan amplia que tiene tres accesos: dos entradas para coches en los extremos y una para peatones en el centro. Y, como está en cuesta y en curva, ninguna de las entradas se ve desde las otras. Cuando llegué a la entrada de peatones, me pareció que el niño estaba un poco más cerca y que gritaba: “¡So-co-do! ¡So-co-do!” Pero todavía sonaba como algo lejano y ahogado, así que salí a la calle y crucé muy tranquila a la acera de enfrente.
Allí la voz llegaba más nítida, y pude oír que quien gritaba decía “¡Socorro!” . Pero seguía sonando lejos y yo no veía a nadie en peligro, de modo que seguí andando. Entonces, un señor que estaba en otra esquina se volvió hacia el lugar de donde parecían provenir los gritos: una de las entradas de vehículos de mi urbanización, que yo todavía no podía ver. Tras unos segundos de parálisis, el desconocido salió corriendo hacia allí.
Ya no me cupo ninguna duda: quien gritaba socorro lo necesitaba de verdad.
Y, mientras yo aceleraba el paso, tres hombres más aparecieron corriendo tras el primero. Nadie gritaba: «¡Ya voy! ¡Espera! ¡Vamos!».
Nada. Los hombres corrían a todo lo que daban sus piernas en completo silencio.
Y también yo eché a correr hacia allí.
Una mujer se había quedado atrapada por la verja automática de la entrada de coches. Y los cuatro hombres, sin decir una palabra, como si siempre hubieran trabajado juntos, como si supieran instintivamente lo que hay que hacer y no necesitaran un líder, aunaron fuerzas para luchar contra el motor que aplastaba a la mujer, que también había dejado de gritar. Pero sus esfuerzos eran en vano: la verja es larguísima y muy pesada.
Crucé la calle con la llave magnética en la mano tan rápido, que tampoco yo dije nada. Mientras los hombres seguían tirando de la verja, metí la llave en la ranura. Creo que nadie se dio cuenta de que yo estaba allí hasta que la verja empezó a abrirse. Por fortuna, la mujer sólo tenía atrapados la muñeca y el tobillo. Seguramente, habría creído que que las verjas funcionaba con el mismo sistema que los ascensores.
Todos asistimos al milagro de la apertura en silencio.
Y en cuanto la mujer se vio libre, movió el brazo y la pierna para ver si le funcionaban las articulaciones, cogió las bolsas de la compra que había dejado en el suelo y, con un claro acento de Europa del Este y unos ojos azules realmente agradecidos, nos dio las gracias varias veces.
Todos nos limitamos a asentir con la cabeza, todavía bajo los efectos del shock. Y, sin decir una palabra, sin comentar la jugada entre nosotros, sin preguntarle a la mujer cómo se encontraba, nos dispersamos en absoluto silencio.