Hace un par de meses el hombre que vive al filo vino a verme durante un viaje relámpago, pero no me encontró.
Y mira que tenía yo ganas de cuidarlo un rato.
Me llamó varias veces al móvil, pero lo tenía apagado.
No me tocaba verte.
Vigiló Proscritos durante varias horas, pero tenía un bolo a seiscientos kilómetros de aquí, y no pudo esperar a que yo llegara: nunca se sabe cuándo volverá a surgir una oportunidad de ganar algún dinero. Cuando se le hizo demasiado tarde, colgó de mi puerta una humilde bolsa verde llena de patatas de la huerta y se marchó.
Te doy lo que tengo, era el mensaje.
Recogí el mensaje y nos los comimos en guisos, en tortilla y como guarnición de filetes empanados.
El amor en tiempo de guerra es así.
Y el nuestro, además, es imposible: cuando nos conocimos, hacía tiempo que los dos habíamos dejado atrás el punto de retorno.
Esta mañana abrí la trinchera proscrita y, antes de que tuviera tiempo de quitarme el abrigo y subir los estores, oí que alguien entraba detrás de mí. Allí estaba él con su loca sonrisa. Y brinqué a sus brazos movida por un resorte que ya no intento comprender. Nuestra partida acabó hace dos años, cuando la guerra nos situó en distintos frentes; ya no esperamos nada, nos limitamos a disfrutar de las bolas extras que nos ofrece la vida.
Como la de hoy.
Apenas si hemos estado juntos una hora y media. Si de pie, abrazados. Si sentados, con las manos entrelazadas; apurando cada segundo.
Antes de irse, ha descargado en mi disco duro sus últimas canciones.
Sólo es música, les falta letra.
Después le he acompañado a la puerta. Y antes de que emprendiera el camino a su trinchera, le he dado un beso.
Quizá el último.
Quién sabe cuántas bolas extras seremos capaces de jugar.