por Miguel Pérez de Lema
En mis paseos nocturnos, solitarios, a veces un poco atormentados, a la caída de las noches de agosto, suelo verlos. Están siempre en la misma esquina de la misma plaza, bajo las faldas de la vieja borbona y junto a la entrada suntuosa y cerradísima por gruesos barrotes de hierro colado y cristales antibalas, y múliples cámaras, del Teatro Real.
Son todos hombres, casi todos de mas de cincuenta años, y alguno es ya un ancianito muy cascarrabias de luengas barbas blancas, que sentado en el centro de un banco eleva la voz por encima del murmullo pendenciero de los borrachos y parece tener cierta autoridad sobre los demás. Quizá sea el juez de paz de esta hermandad de deshechos, arrejuntados en precaria vecindad, como esos papelajos que el viento acaba reuniendo en cierta esquina sin que sepamos cómo, ni nos importe.
No seré yo el que aproveche nunca el tema del huerfanito, o el del pobre del muñón, o el de la nostalgia de los pagos para tirarme el folio. Pero esta noche, triste de mí, y luego triste de ellos, se me ha saltado una esquirla del alma al ver a estos hombres preparando sus camitas de cartón bajo los arcos de la entrada del inmenso teatro de ópera, esperando nada, aun muy lejos de la muerte casi todos, con una vida ya larga y muy hecha y muy errada a las espaldas. Una mochila imposible de levantar del suelo, ni mucho menos caminar con ella puesta. Y en todo caso, caminar, a dónde.
Estos pecadores habrán cometido grandes errores, alguno hasta habrá tenido oportunidades, sí, buenas y verdaderas oportunidades, pero el juego les acabó saliendo mal. La cifra de todas las operaciones que componen una vida acabó saliendo a deber. Todos les fallaron y ellos fallaron en todo. Quizá hay un destino que deben cumplir, o sólo una casquivana fortuna que juega con los hombres y los hace pedazos, y los olvida para siempre. O puro determinismo social.
Qué más da. Sólo importa este irse a dormir suyo, casi infantil, mientras alrededor del resto de fachadas del Real sigue la fiesta, y los músicos callejeros tocan el canon de Pachelbel con muy buen pulso y los camareros andinos o qué se yo se ajustan la pajarita y llevan bandejas con helados triples rematados por una sombrillita de papel y una bengala que va soltando chispas de alegría y prosperidad.
Pero, hoy, al pasar por allí, bajo las faldas negras de la borbona, me he quedado mirando un poco más de lo acostumbrado y he sentido una horrible e inmensa compasión por estos hombres. Sólo una honda y verdadera compasión por este puñado de viejos borrachos a los que ya nadie ayudará y por los que nadie tiene un sólo segundo de caridad.
Que Dios nos coja confesados.
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Hace más de 30 años, cuando había menos normas y menos etiquetas para las cosas, yo conocí a un vagabundo. Vivía en la esquina de la calle que dobla entre mi casa y la parada del autobús del colegio. Tenía una barba muy larga y un raído gabán grís de cuyos bolsillos salían los artefactos más inverosímiles para la supervivencia, (abrelatas, cuerda, una botella de vino). Cada mañana, antes de ir al colegio, iba de «safari» por mi casa a ver qué podía encontrar para el; dinero, ropa, un libro, los restos de las antxoas de la cena anterior, salchichas para el perro, alcohol del mueble bar, libros, le entantaba leer. Se lo entregaba todo con mucha sencillez y con la misma él lo aceptaba. Luego charlábamos, hablabamos de la vida, de mis suspensos en matemáticas, de un viaje que el hizo en barco antes de que la vida se le descarrilara. Y, siempre era el quién me decía; «Corre Inés, vete al colegio y no pierdas el autobus». «Estudia, estudiar es lo primero».
Cada mañana durante muchas mañanas de lluvia, le despedía con la mano desde el final de la calle que separaba nuestros mundos, desde la ingenuidad de mi uniforme de colegio y mi ya eterna curiosidad de escritora.
Un día desapareció. Pasé días y días en su esquina recordando nuestras tertulias, sus consejos: «Corre Inés…, no pierdas el autobús»
Qué razón tenía.
(Gracias por tu artículo, me ha parecido bellísimo)
Cuando yo paso junto a alguno de estos grupos de hombres rotos, busco con la mirada al padre de mis hijos. Supongo que los otros, al igual que él, tuvieron familias, trabajos, una vida con techo, comida y agua caliente. Y supongo, que al igual que él, nunca se dejaron ayudar. Nadie puede ayudar a quien no quiere ser ayudado.
Casualmente ayer escribí esto que os adjunto abajo, creo que lo puedo usar como comentario al post de Miguel:
EL HILO DE LA VIDA
Hace unos días, recibí una bonita foto de un amigo, este, se encontraba pescando, posiblemente en un río de montaña pues la presa era una trucha, esta, posiblemente común.
El se encontraba metido en el río, como de be ser , sostenía suavemente su caña, el hilo casi transparente que al trasluz y debido a su brillo , simula una delicada cadena de diamantes. Al final del hilo, la trucha, colgando con sus aletas lacias dejando de tener morfología. El, alarga su mano lentamente para agarrar al pez, este, de lo mas suave y de increíble frescor gelatinoso.
La trucha, es la reina de las aguas dulces, es increíblemente inteligente, elegante, de suaves movimientos y de sutil destreza lo que hace de ella, la estrella dentro del universo del río. No obstante, el hombre consigue confundirla y se deja arrastrar por los colores de la mosca artificial, o del brillo espectacular de las cucharillas que giran rápidamente en el agua al tirar del hilo segun recoge el carrete. El pez, solo ve lo atractivo de todo esto que el pescador ofrece y ciega, cae en el cebo y es atrapada.
Esta foto y por lo tanto el escenario en general, me hace reflexionar y compararlo con la vida misma y lo asocio y doy interpretación a la frase que todos conocemos.
LA VIDA PENDE DE UN HILO
Todos somos truchas en un momento dado . Portamos inteligencia, somos sutiles, tenemos destreza y nos creemos el centro del universo, que somos inalcanzables
imbatibles aunque, al igual que el pez, si nos ponen el cebo adecuado, picamos el anzuelo. Este anzuelo, puede ser manipulado por multitud de pescadores con distintos
intereses o intenciones y dependiendo d e estas,conducirnos a buen puerto o arrastrarnos de cabeza al arroyo.
Cebo social que nos conduce a su antojo y que a unos ofrece y a otros deniega. También es cierto que, algunos no pican nunca el anzuelo y se niegan a ser participes del juego
del pescador , llegando alguno de estos aser a ser
“proscritos “ de la sociedad.
La vida es un hilo tan transparente, fuerte y frágil a la vez, si se nos enreda es de lo más difícil de desenrollar y si lleva entremedias un anzuelo enganchado normalmente se deja a un lado pues carece de interés debido a su complicación, nadie se para a ayudarnos a desenredarlo y otros, no quieren que se les ayude a hacerlo.
De primera mano
Indigencia
Historias reales de la vida diaria de los indigentes en Madrid.
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