Gurides era un osito cuya madre pereció a manos del hombre. Les cuento. La osa cayó en una trampa disimulada en el suelo. El furtivo, cigarro en la boca y manos en los bolsillos, regresó al día siguiente para ver que tal iba la cosa y al verla cogió un palo y, sin acercarse demasiado para que su vida no corriera ningún peligro, empezó a darle empujoncitos. Uno, dos, tres. Se lo pasaba muy bomba el cabrón con el jueguito. La osa, dispuesta a aceptar el destino pero no la humillación, aunó toda su natural fuerza y arrancó de raíz el árbol junto con la trampa a él atada. De un salto estuvo al lado de su verdugo y de un zarpazo, ¡zas!, lo partió en dos mitades. A la osa enseguida la declararon muy peligrosa y le dieron caza colectiva por el todo el monte. Cazadores armados hasta los dientes, helicópteros desde el aire y periodistas con micros por la tele. Como a Rambo en First Blood, ni más ni menos.
Gurides, el osito, se quedó solo en el mundo.
Curiosamente buscó la compañía de los humanos y se hizo muy amigo de los alpinistas. Caía de repente por donde estos hacían fuegos para comer y calentarse, se sentaba a su lado, comía lo que le daban y escuchaba sus historias. Creció, se hizo fuerte, todo un oso, sí señor. Los alpinistas lo reconocían enseguida y lo dejaban. Imitaba tan bien a los humanos que al sentarse acomodaba su culo igualito al de ellos.
En la montaña hay un lugar que desde hace decenios es un alto obligatorio para todos los montañeros. Allí se encontraba cierta noche un grupo muy numeroso cuando apareció Gurides. Se sentó sobre un tronco muy largo junto a los demás. Nadie le hizo especialmente caso. Siguieron bromeando y relatándose aventuras. Cuando todos se levantaron para irse a dormir, Gurides se quedó el último. El tronco volcó y el oso, cogido por sorpresa y asustado, soltó un bramido e hincó sus garras en la roca enorme que hay cerca, arrancándole un buen trozo. Sus garras quedaron estampadas allí para siempre. Las garras de Gurides.
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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena