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Comala (3)

por Pedro Lluch

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Recorro Armenia en un microbús que nos ha de llevar a ver paisajes y monasterios en el norte del país cuyos nombres resultan impronunciables. Es domingo; y el viajero ha de llenar las horas hasta la madrugada del lunes: el avión que le devuelve a Europa sale a las 04h45.

El conductor es un tipo grueso y callado que sólo después del desayuno desatará su lengua. Se bebe media botella de vodka, un cuarto de litro, mientras nosotros visitamos unas ruinas. Al volver hacia el microbús le encontramos sentado a la mesa hincándole el diente a unas hogazas de pan, quesos y salchichones. Se sirve vasitos de vodka y nos invita a desayunarnos con él. La conversación la llevan mis compañeros de tour: es una pareja de americanos establecidos en Los Angeles de origen armenio. Les acompaña una prima, armenia de origen iraní y también residente en los EEUU desde la revolución khomeiní de 1979.

Cuando seguimos ruta hacia otro monasterio, las dos mujeres se ponen a cantar. El marido se inclina hacia mí y me dice que se trata de viejas canciones de la familia. Son nietos de la diáspora, miembros de la gran comunidad armenia que huyó, sobrevivió y se adaptó a vivir en otras tierras de acogida, de manera que hoy son tantos los armenios del exterior como los que están censados en la actual república de Armenia. Las suyas son canciones tristes y nostálgicas que lloran la pérdida en cada rima. La guía escucha atentamente y marca el ritmo con palmas tímidas. Me traduce al paso el sentido general de las canciones. Es una joven de ojos almendrados, de pelo oscuro, lacio, figura esbelta y dientes pequeños, cuyos labios parecen tallados de un solo golpe de hachuela. En ella veo a las mujeres del pueblo armenio que huyeron de las masacres de 1915.

De visita en visita, recorremos pistas, carreteras secundarias, baqueteados de un lado al otro, cruzando aldeas, adelantando a camiones renqueantes que aún lucen marcas de la CCCP con su hoz y su martillo, tractores de vetustez inverosímil y coches de domingueros que han salido a hacer barbacoas en el campo. Los tres yanquis se extasían y cualquier cosa que ven merece un Wau, wonderful, beautiful, really wonderful. Y yo miro y no veo más que un corral hediondo, sucio, destechado por los inviernos del Cáucaso, vacío excepto por un gato gandul y una gallina que picotea a la sombra del pajar. Calles sin pavimentar, barrizales y arroyos haciendo de albañales. Niños sarnosos sentados en las calles, subidos a los árboles, o pastoreando vacas y ovejas. En las plazoletas hay fuentes con su bomba de mano que diríase han estado en uso hasta hace poco. Really nice, apostillan los exiliados. Y todo el bus entona canciones de nostalgia, cantos al lago Sevan, a Yereván, besos robados a las mujeres armenias, cantos a la distancia…

“Esta canción me la enseñó mi abuelo” nos dice antes de empezar. Y con voz lúgubre canta. Demudada, la guía escucha. Con la mirada le pido que traduzca, pero con un gesto de su mano me hace callar. El marido, con su voz de bajo, acompaña el ritmo. Es una canción que del hontanar de muchas penas surge y nos embarga.

Todos acaban llorando. Incluso el conductor veo que se pasa el dorso de la mano por las mejillas. Yo miro por la ventana. El árido paisaje de las mesetas, de los barrancos y colinas peladas al norte de la ciudad recuerda el de los desiertos del Norte de México. Y pienso que, en cierta medida, también estamos en Comala: un paisaje inhóspito habitado por la memoria de un millón y medio de muertos que, desde las canciones, saludan a sus nietos.

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