por Robert Lozinski
Fotografía en contexto original: viajejet
La culpa de que se desmadre la clase la tiene el profesor. Siempre. Al menos en este país. Y si va y se lo dice al director, este es capaz de espetarle:
– ¿Y qué quiere ahora? ¿Que vaya yo a dar clase en su lugar?
El pobre vuelve con el rabo entre las piernas. Las bestias lo están esperando con los colmillos afilados.
– ¿Qué pasa, quejica? ¿Has vuelto?
Las torturas aumentan en intensidad. Se bajan los pantalones y le enseñan el culo, le escupen o se ponen notas ellos mismos mientras otros le amenazan.
Y así día tras día.
Para sobrevivir, el profesor empieza a reír sus bromas babeando como un imbécil.
Con ocasión de alguna fiesta recibe algún regalito barato: una tradición antigua pero vigente en estos tiempos modernos. Entonces piensa que sus verdugos no son tan malos después de todo.
El curso escolar llega a su fin. El director suelta un discurso en el salón de actos. Ha habido luces y sombras, dice, pero todo se acabó felizmente. Enhorabuena y muchos éxitos en adelante. Aplausos. Clic, clic de cámaras. Fotos. Padres felices, ramos de flores y mucho rollo positivo.
Recibe una invitación al banquete. Como el restaurante está fuera de la ciudad y él no tiene coche, coge un tranvía y se apea en la última. Pero aún le pilla bastante lejos. Pasa de coger un taxi y el último tramo lo recorre andando. Llega cansado, los zapatos llenos de polvo.
Enfrente del local, coches aparcados en fila de los cuales salen sus alumnos y alumnas. Trajes caros, corbatines, vestidos Dior o Versache, tacones, peinados relucientes y perfumados.
– Fijaos, ha llegado –dice por lo bajini un bribón vestido de smoking. Se enciende un cigarrillo largo y fino de color marrón-. ¿Habéis visto qué pinta?
El profesor entra en la sala y se sienta a la mesa al lado de sus compañeros. Se fija en la flor roja y enorme colgada del vestido de una de sus compañeras y aventura un piropo algo dulzón. La compañera se lo agradece y el ambiente se distiende un poco.
– ¡Qué guapas están las chicas! –dice la compañera mientras las admira embobada.
Sabe que algunos vestidos de princesa que estrenan valen dos o incluso tres sueldos suyos.
Ligeramente achispado ya, el profesor sale a mover el esqueleto.
¡Ole! Los alumnos le rodean y le animan.
– ¡Joder, profe! ¡Cómo baila!
Me aprecian, piensa el profesor. Sus movimientos son cada vez más enérgicos. Risas, aplausos y silbidos. Esta noche sin duda es el rey de la pista.
El final es apoteósico. Muy confiado y sin complejos se deja felicitar y abrazar. Es el momento de la tarta y un gracioso le aplasta sobre la espalda un trozo de pastel dulce y aromático. Risas y todo eso. Habré dicho algo divertido, piensa. Qué majos.
Llega el momento de la despedida. Caras aburridas, sonrisas coyunturales, abrazos y besuqueos automáticos.
– Adiós, profe. Bonito traje, ja, ja, ja. Lo llevaríamos pero no queda sitio.
– Gracias. No pasa nada. Adiós y mucha suerte.
– Vale, vale.
El profesor va andando solo por la acera. Da con los pies contra un bache y a punto está de sufrir un esguince. Piensa que ya no sirve para esos trotes. Los coches le adelantan a toda pastilla. Una ventanilla se abre y una botella medio vacía vuela y se hace añicos a sus pies. Alguien, un ex alumno, le grita algo que él no oye muy bien.
Debe ser el último brindis.
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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena