por Marisol Oviaño
Alicia, la más cariñosa de las cuidadoras del comedor del colegio había muerto de un infarto la noche anterior. Cuando fui a buscar a mis hijos al colegio, Alejandro, que entonces tenía siete años, estaba fuera de sí. Y en cuanto nos subimos al coche, dio rienda suelta al desconcierto y el dolor que lo abrasaba.
– ¡Pero es que era joven!
Le expliqué que la muerte no es sólo cosa de viejos, que él mismo y su hermana (sobre todo su hermana) habían estado a punto de morir en varias ocasiones.
– ¡Pero si la vimos ayer! -insistió como si eso fuera un argumento que resucitara a los muertos.
Le expliqué que la muerte no llega siempre a bordo de una enfermedad lenta, que muchas veces no avisa. Y puse como ejemplo los accidentes y las guerras. Pero él no se conformaba y volvió a la carga.
-¿Por qué se ha tenido que morir ella, que era muy buena? ¡Se tenía que haber muerto Manuela, que es más mala que las arañas! –masculló con toda su inocente rabia.
No quise explicarle que quizá a Manuela le aguardara una muerte mucho más terrible, y salí del paso como pude, no recuerdo bien qué fue lo que le dije. Eude, mientras, iba mirando tranquilamente por su ventanilla, y yo pensé que quizá era demasiado pequeña –sólo tenía cinco años- para hacerse tantas preguntas.
Mi hijo había esperado que yo tuviera respuestas que lo calmaran, y como yo no era capaz de apagar el fuego de su angustia, se volvió rabioso hacia su hermana.
– ¡Mira a Eude! ¡Le da igual todo! ¡A ella no le importa que Alicia se haya muerto!
Entonces mi niña, ésa que según los médicos ya había estado dos veces en el túnel y había dado la espalda a la luz, se volvió hacia él, le miró burlona y le contestó con tonito de superioridad:
– Claro que me importa. Pero todos tenemos que morir: la bisa, el abuelo, la abuela, papá, mamá, tú y yo, imbécil.
Hoy, once años y algún que otro muerto después, contemplaba el cadáver de mi abuela en el tanatorio y me admiraba del buen trabajo que habían hecho los maquilladores de la funeraria: parecía un retrato. Nada de coloretes que negaran la evidencia, nada de rellenos exagerados que dulcificaran el duro rictus que la caracterizó en vida, nada de interferencias con la única gran verdad: todos moriremos.
2 respuestas a «hablar con conocimiento de causa»
Un abrazo
Marisol, un abrazo