por Marisol Oviaño
Fotografía de Rosana Moreno González
La cosa está tan mal, que no dejo de moverme.
Ofrezco nuevos servicios, busco nuevas fuentes de ingresos, me asocio con amigos emprendedores y valientes para sacar adelante proyectos que, sobre el papel, podrían ser rentables dentro de unos meses…
No estoy haciendo nada que no hiciera mi padre antes. Cuando el pladur empezó a dar al traste con las empresas de escayola, él, hijo de anarquistas que sólo había ido al colegio los días de lluvia y había aprendido a leer con los carteles publicitarios de los tranvías, se metía entre pecho y espalda unos gordísimos libros de y para ingenieros sobre el material del futuro: el hormigón. No sé cómo, consiguió entenderlos y reciclar a sus escayolistas en encofradores, soldadores y colocadores. Y cuando la crisis de los ochenta, supo reciclarse otra vez y se convirtió en especialista en rehabilitación de edificios históricos: Correos de Cibeles, el Teatro Real, la Basílica de San Francisco el Grande, el Oratorio de Caballero de Gracia…
Las noches que tengo ganas de venirme abajo, le rezo para que las fuerzas no me abandonen.
Y mientras yo abro nuevos caminos pisando sobre sus huellas, sigo llevando la economía familiar, haciendo la compra, cocinando, poniendo lavadoras, planchando, delegando tareas del hogar en mis hijos, impartiendo disciplina, apretando tuercas, repartiendo abrazos, dando cariño y seguridad… No estoy haciendo nada que no hiciera mi madre antes que yo.