por Marisol Oviaño
Fotografía: Popeye
Me apetecía enclaustrarme y he estado todo el fin de semana perreando en casa.
Conspirando en la red, jugando al tetris con el móvil, durmiendo la siesta frente al televisor, escribiendo por la noche en la terraza. Sólo me he movido de aquí al atardecer, para bajar a darme un chapuzón.
Como normalmente mis findes empiezan el sábado por la tarde y éste ha empezado el viernes, también me ha dado tiempo a planchar un par de lavadoras, limpiar mi baño, dar un repaso a la cocina, hacer un quintal de ensaladilla rusa y coser el reborde del toldo, que se estaba cayendo.
Hace años, todas estas tareas me encabronaban sobremanera. Cada vez que tenía que tender la ropa me ponía de un humor de perros, barría con una cólera que levantaba polvareda y planchaba maldiciendo por lo bajinis. Pero desde el día que tuve la revelación de las tareas domésticas, casi hasta disfruto de ello.
En aquella época yo estaba acostumbrándome al nuevo rol de padre/madre/únicososténdelafamilia, habíamos tenido que prescindir de todos los de lujos –como la asistenta- y yo trabajaba en casa.
La mañana de la revelación de las tareas domésticas había puesto la lavadora nada más levantarme, y mi intención era tenderla cuando los niños se fueran al colegio. Pero me senté a trabajar en una corrección muy difícil, y me olvidé por completo de la ropa. Estaba en racha y me estaba cundiendo mucho, de buena gana habría seguido trabajando dos o tres horas más: necesitábamos con urgencia aquel dinero.
Pero mis hijos no tardarían en llegar de clase muertos de hambre. El departamento de producción tenía que parar para encargarse de la intendencia y, de mala leche por la interrupción, me levanté de la silla y fui a la cocina. Cuando descubrí la colada por tender, me sentí como si el universo conspirara contra mí y me encabroné de tal modo, que acabé dándole una patada a la lavadora.
Cogí el barreño blasfemando, saqué la ropa maldiciendo y salí a la terraza cagándome en mi estampa. Sacudí la primera prenda con rabia cancerígena y, de repente, sucedió. Me quedé con ella en la mano preguntándome qué coño me estaba pasando. Tendría que tender muchas lavadoras, y si seguía encabronándome con cada una, acabaría amargándome y convertiría nuestra vida en un lugar irrespirable.
Brillaba el sol, los pájaros cantaban, corría una agradable brisa primaveral. ¿De qué me estaba quejando?
Las cosas no habían salido como yo había calculado, cierto, y mi situación económica se había complicado. Pero la vida es una carrera de obstáculos que hay que superar. Y, mal que bien, los íbamos superando. Y a pesar de ellos, yo quería seguir siendo libre. Quería seguir escribiendo. Quería seguir comiendo con mis hijos a diario. Quería seguir siendo mi propio jefe. Y, aunque hasta entonces no me hubiera dado cuenta, quería salir a la terraza a tender la ropa.
Porque tender la ropa formaba parte del privilegio de ser libre.
4 respuestas a «De revelaciones»
Me has dado unos ánimos que hoy necesitaba mucho. Gracias. Y además me has dado una idea con la ensaladilla. Me voy derecho a la cocina.
Es un placer hacerte feliz.
Se puede ser libre incluso encerrado en una jaula. Que se lo pregunten a Cervantes. No es la falsaria sensación de hacer lo que a uno le de la gana, es la experiencia trascendente de elegir libremente con qué actitud afronto los avatares que me trae la vida. Y en estos momentos, te aseguro que la vida está por proveernos de un huevo de avatares. Si le encontraste sentido al centrifugado ¡felicidades! Ese es el sentido de la vida.
PD. También te diré que a alguno de los avatares les podían dar por el culo, que tampoco es mala actitud.
Me encanta, el fondo y la forma… es que te estoy viendo…