por Marisol Oviaño
– Hace unos días redacté mi testamento vital, y ayer se lo di a mi hija y a mi yerno –me dice sacando el tabaco- ¿Me dejas fumar?
A sus 81 años se niega aceptar que la ley nos impida fumar en la trinchera proscrita aunque estemos ella y yo solas. Son casi las ocho de la tarde de un viernes, ya nadie vendrá por aquí, de modo que cierro y voy a buscar el cenicero a la trastienda.
– ¿Y en qué consiste exactamente eso del testamento vital? – pregunto.
– En que prohíbo expresamente que se me mantenga con vida artificialmente, o que se me suministre medicación que me alargue la vida cuando la vida ya no merezca la pena.
– Pero ¿cuándo deja de merecer la pena la vida? Si, por ejemplo, te partes la cadera ¿deben dejarte morir?
– No, no, eso es una urgencia – se apresura a responder, asustada ante la posibilidad de algo que podría pasarle hoy mismo.
– Ya, pero es que el final suele empezar así: una neumonía, una embolia, una mala caída… Y a raíz de esa urgencia, dejamos de ser independientes.
– Si pierdo la independencia, me daré cuenta y me tomaré unas pastillitas. Soy médico –añade severa cargada de razón-, sé lo que tengo que tomar.
Pero yo creo que no es tan fácil.
Ninguno queremos ser una carga para nuestros seres queridos, pero no hay una hora H del día D.
Una tarde nos partimos la cadera y nos caemos (por ese orden), y un año después ya no somos capaces de recordar cómo se llaman nuestros nietos. Perdemos las facultades tan despacito que no nos enteramos. Y cuando llega el momento de tomar las pastillitas, tirarnos desde la azotea o pegarnos un tiro, son otros lo que deciden por nosotros.
Mi padre se pasó toda la vida diciendo: “Yo, como Hemingway: cuando me vea mal, me pegaré un tiro”. Y como perdió la cabeza antes que la salud, cuando llegó el momento de emular al autor de París era una fiesta, ni siquiera se enteró de que tenía cáncer. No fue él quien decidió que no se sometería a una quimioterapia que, como mucho, le alargaría tres meses más la agonía.
Conservar la cabeza en su sitio tampoco garantiza nada.
Mi abuela materna cumplirá 100 años dentro de tres semanas y, aunque tiene las facultades mentales prácticamente intactas, depende de los demás hasta para limpiarse el trasero. Es su cuerpo el que va abandonando poco a poco.
Hace un mes volvió a caerse –otra vez- y desde entonces tiene un brazo completamente negro.
– Y ¿sabes lo que me han dicho? –me dice buscando aliados que se indignen con ella por tamaña injusticia- Que no se me va a curar.
Sé que espera que le dé ánimos, que le mienta y le diga que no se preocupe, que ya se curará. Pero le toca morir y alguien tiene que decirle la verdad.
– Claro que no se cura ¿cuántos años tienes?
– Casi cien.
– ¿Conoces a mucha gente de tu edad?
– A nadie.
– Porque en la vida llega una edad en la que nadie se cura.
– Sí, si lo sé. Pero digo yo que, antes de morirme, se me podría curar el brazo.
Y cuando se lo cuento a mi amiga octogenaria, que es veinte años más joven que mi abuela, salta aterrada en la silla y pregunta:
– ¿Para qué?
2 respuestas a «La recta final»
tengo una «cuenta pendiente» con este texto, no creo que llegue a estar a la altura, sin embargo, me lo debo y se lo debo a quien quiero, pese a todo.
Es grande.
La prepotencia humana debería ser un tema literario. Pensar que somos más sabios que nuestros mayores y que no acabaremos cometiendo sus mismos errores.
Estaría muy bien aprender de las biografías ajenas, y evitar así sus agujeros negros. Pero se nos olvida que viajamos con un chip biológico (o cultural, no lo sé), y que no podemos escapar de su campo gravitatorio. Y si no, echémonos un vistazo y veamos qué porcenteja de información estamos reproduciendo de nuestros padres, a los que con 17 años, lo sabíamos como una verdad absoluta, jamás imitaríamos. Y este es solo un ejemplo fácil y evidente.
Por supuesto hay héreos, gente con la fuerza suficiente para no caer en ese determinismo que nos acompaña desde siempre. Pero los héreos, of course, son un bien escaso. Yo desde luego no lo soy.
Buenísimo el artículo, Marisol. Creo que apuntas en la dirección correcta.