El gato ha cazado un pequeño murciélago. A pesar de que es un bichejo repugnante, sus quejidos lastimeros dan mucha lástima. Pero es la primera vez que mi michino caza alga de cierta envergadura, y le dejo la pieza a pesar del asco y la pena que me da. La naturaleza es cruel, me digo.
Pero no hay nada de natural en ello: mi gato caza por diversión. No tiene hambre. No tiene prisa por comerse su presa y juega con ella. No puedo evitar pensar que la clase media es ese pobre murciélago que no puede volar y se arrastra lastimeramente sobre las garras de sus alas. El gato (metáfora de los que mandan) espera a que haya avanzado un buen trecho para volver a chincharle, y así se tiran veinte minutos, en los que el murciélago no deja de llorar. En su huida, busca refugio entre la estantería de obra y la chimenea: si se muere ahí, no habrá quien lo saque. Y olerá a podrido durante mucho tiempo. De modo que me dejo de alegorías y me uno al gato y, en cuanto su víctima asoma una de las alas, cojo al bicho con la escoba y el recogedor de metal que uso para las brasas y lo echo a la terraza, para que el gato remate su tarea lejos de mí.
No tarda mucho en volver con su presa, que sigue llorando como el mamífero que es. De modo que vuelvo a coger el recogedor y la escoba, vuelvo a poner al bicho fuera del alcance del gato y lo arrojo al cielo, aun sabiendo que ya no podrá volar. Cae en picado a la calle. El gato le contempla desolado desde la terraza y me mira acusador.
– La naturaleza es cruel, gatito. Tú eres más grande que el murciélago, pero yo soy más grande que tú. Y además, comes de lo que cazo. Así que déjame escribir, que son las dos de la madrugada.