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General Lecciones de la vida

Corto Maltese

Por Pedro Lluch

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Ignacio es un niño de doce años apasionado y despierto, que habla del mundo y de los libros con los ojos abiertos y la palabra rápida de quien tiene mucho que decir, mucho que compartir, y mucho por saber (aunque aún no lo sepa).

Una tarde de primavera, en el Norte, le conocí. Él buscaba a un tipo raro que (le dijo su madre) estaría en algún rincón del pub garabateando con un bolígrafo en una libreta. Pero encontró, sin embargo, a un tipo bastante discreto hojeando despreocupadamente el diario y saboreando una buena cerveza irlandesa tras un viaje de seis horas a través de la Península.
Ignacio tiende al rubio, tiene un cuerpo espigado aún no del todo desarrollado, la tez limpia de quienes no han atravesado las turbulencias de los 14-16 años, la nariz respingona y la mirada clara de los niños que saben que pronto serán adultos y que no quieren admitirlo.

Ignacio, ese primer día, me habló con devoción de J.K. Rowling y de su saga. Me habló de otras novelas, de sus hazañas a bordo del monopatín que le estorbaba en las manos mientras hablaba. Me habló del cursillo de vela ligera en la ensenada del pueblo en verano. Y con picardía le sonsacó unas perras a su madre para comprarse una revista en el quiosco de al lado. Y yo le escuchaba bebiendo del brillo vivaz de sus ojos. Y le escuchaba arrobado por su entusiasmo virginal.

Ecos de otro niño, de un niño lejano, un niño de hace treinta años, pautaban sus palabras. Era como si sus palabras se inscribiesen en un pentagrama antiguo que hubiera perdido sus notas. Y yo, embelesado por los arpegios que él declinaba, reconocía melodías que en su día habían sonado en ese pentagrama viejo y mío. Melodías desvanecidas en los cambios de domicilio, en los duelos de parejas rotas, en los pañales de los hijos, en las cuitas de mi carrera profesional, en las incertidumbres de una vida a toda prisa a lomos de una Vespa mensajera por la ciudad olímpica para acabar siendo un mercurial viajante con una vida que a duras penas logra remansarse para poder disfrutar de la belleza de los ojos de quienes me rodean. Músicas, temas, arpegios y desarrollos de temas que yo había, con esa misma voz blanca, con esa misma virginal ilusión, también cantado y que tenía olvidados. Porque se me fue haciendo ronca la voz con el paso del tiempo a cuenta de los besos robados, a cuenta de los botellines de cerveza, de las madrugadas amortajadas en la luz naranja de las ciudades que no duermen…

De las pilas de libros de mi última mudanza he rescatado los álbumes de Corto Maltés, personaje que creara Hugo Pratt. Con devoción había yo leído y disfrutado sus aventuras. Tanto que, con una gorra de la Policía Territorial del Sáhara Español, remedo de la gorra que luce Corto en todas las viñetas, me fui a cruzar Europa cuando recién había caído el muro de Berlín. Yo leía también, sí, con este entusiasmo de Ignacio, con esta pasión y esta voracidad. Y creía entonces en la verdad última del Arte, en el poder de las palabras, en la belleza del canto sin fin ni objeto de los pájaros al alba. Sí, en ella creía (y sospecho que sigo en ella creyendo −aún).

Y guardo para él estos álbumes que, más que a mis hijas, van a encandilarle. Porque conoce la música de mi pentagrama (la he reconocido), porque conoce la melodía que yo también entoné cuando era joven. Y porque con él quiero compartir lo que, aún hoy, es un referente en mi vida: un personaje seductor, un aventurero curioso, políglota, viajero, cosmopolita, recio y tierno a la vez, patillero y resalao, amigo de sus amigos, contumaz en defensa de sus discretas convicciones. Tan valiente y tan honesto como le es posible. Humano en sus debilidades y siempre digno.

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