Por Pedro Lluch
Fotografía en contexto original: vía michelín
Me despido de Francia a lo grande, en casa del más grande de lo reyes absolutistas, en Versalles. Pierdo dos tardes recorriendo el paradigma del jardín francés que en su día diseñara Le Nôtre: parterres, setos a escuadra recortados, bosquecillos artificiales cruzados en diagonal por senderos de gravilla, avenidas rectilíneas cuyas perspectivas son marcadas por los tilos recortados como morriones napoleónicos, estatuas de factura clásica en los céspedes, en recoletos rincones, y estanques con dioses, caballos y peces emergiendo en su esplendor en mitad del agua… Los novios se besan morosamente. Respectez la pelouse. Hay pocos turistas en estas fechas, me siento en la escalinata de espaldas a la fachada del château y frente al sol que declina sobre los estanques, los prados rectangulares y la simetría elegante de este jardín. Una joven china sentada a mi lado, enfundada en un horrible traje de seda azul-cobalto, se masajea las pantorrillas y los pies. Debe llevar horas recorriendo el palacio de Luis XIV. Yo miro a lo lejos y me entretengo viendo volar patos y ocas. Viendo a los turistas tomando fotos. Al pelotón de jardineros recogiendo los bártulos y dejando un parterre a medio componer, mañana seguirán. De los andamios que cubren la restauración de un terrado, a las cinco, empiezan a bajar los operarios. Y fumo tranquilamente. El color de la tarde tornasola los verdes de amarillo, esculpe sombras y las alarga poco a poco. Las copas de los árboles se tiñen de verde limón. Las superficies de agua relumbran.
He pasado unos días aquí, me he entrevistado con mis contactos en París, clientes en el norte (Amiens, Arras…) y en la capital: ronda de despedida. Dejaré de ocuparme de la dulce France. Y me cobro la dedicación en horas y quebraderos de cabeza que este país me ha dado con una buena cena de despedida y su guarnición de risas, postre de confesiones y copitas de adioses à la française. El pitillo lo fumamos en la calle viendo fulgir la torre Eiffel y un trozo del Arco de Triunfo.
A Francia volveré. Es evidente que a Francia volveré. Será en verano, pero no ya con el disfraz de corbata y americana, con el laptop de los datos y las tarifas y los estudios de marginalidad o repartos territoriales.
Vuelvo al hotel dando un rodeo por el centro de la ciudad. Versalles es una ciudad burguesa, agradable, cuidada, de gente pudiente. En una plaza me doy de bruces con la estatua de un general Hoche (1768-1797) que no conozco. Hijo de Versalles, era soldado a los 16 años, dice el pedestal, a los veintiseis fue nombrado general y murió a los veintinueve. Entre sus méritos se menciona el título de Pacificador de la Vendée (claro que habría que contrastar la opinión que de él pudieron formarse los vendeanos).
Una figura tal, un progreso así (hijo de un palafrenero, sus méritos intelectuales primero y su inteligencia en la milicia real y en la republicana que siguió, y en el campo de batalla luego, explican su carrera hacia la cúspide del escalafón en aquellos tiempos turbulentos), preside una plaza donde ya no pasan estas cosas. La sociedad francesa es una sociedad estratificada, donde pocas historias de progreso social se oyen. Quienes nacen pudientes serán pudientes; los que no lo son, serán en poco tiempo más pobres. La corona sur de París, rica, contrasta con las banlieues del norte de la capital. Y ésta, la esplendorosa capital, contrasta flagrantemente con el medio rural, con las desiertas y mortecinas capitales provinciales (hablo de Burdeos, de Dijon, de Rodez, de Toulouse, de Cherbourg, de Lille, de Orléans…; sólo Lyon y Marsella parecen salvarse).
Durante estos dos años de trabajo intenso dedicándome al mercado francés, recorriendo sus provincias, sus ferias locales, asistiendo y dando apoyo a mis agentes en negocios perdidos al final de carreteritas imposibles (San Gepeése Bendito, ampáranos), he podido sacarme el velo de ingenuidad con que la idea de La France, de su grandeur, me impedía ver la Francia real, la de quienes madrugan, la de los que pagan impuestos y ven que su trabajo que no da frutos, la Francia de los agricultores, la de las pequeñas y medianas empresas que no pueden con los impuestos que gravan los salarios para sostener un bienestar y un ritmo de vida funcionarial del 25% de la población (este porcentaje dicen que corresponde a la población activa que cobra del Estado).
La Francia que me vendieron no existe: la dulce France que desde el cantar de Roldán progresa hasta el Mayo del 68, centrada y centralizada, gloriosa, autosuficiente, centro a menudo del mundo y heredera de muchas tradiciones que su centralidad geográfica facilitaba, ha dado paso a un país ciego que ni se ve ni ve al mundo que a su alrededor está cambiando. La globalización ha descolocado a Francia. Y los franceses, la gran mayoría de ellos, no lo saben.
La divisa del Rey Luis XIV, le roi Soleil, era Soli soli soli (único sol en la tierra). Puede leerse por ejemplo en los cañones que quedaron atrás y ahora decoran las murallas de Essauira en Marruecos. Y puede leeerse en la mente de la intelectualidad francesa actual. En los cuadros medios. En los barrenderos y policías, en los granjeros y en las expresiones de los jubilados y aun de los estudiantes. Se creen soles deslumbrantes solos en el mundo. Y no ven que el mundo se ha encapotado. Y que Francia es sólo la más bella postal de Europa. Como en una postal, no hay vida, no hay gente, no hay vitalidad.
Pero eso sí: se vive muy bien en las postales (si te las puedes costear).
0 respuestas a «Adieu, dulce France»
¿tú recuerdas cómo se llamaba una película de hace al menos diez o quince años, cuyos protagonistas eran argelinos en unos suburbios de una gran ciudad francesa? No recuerdo si era París, creo que no. Se llamaba algo así como «mi amada tetería».