por Juan Hopplicher
Fotografía en contexto original: mercuriodigital
Creo que un hombre siempre puede hacer algo con lo que han hecho de él. Jean Paul Sartre
Ulrike y yo estamos en el Café Pasajes. Reímos y divagamos cuando entra un vagabundo apestoso y se pone a pedir dinero a los comensales. La mesera educadamente le pide que se vaya. El intruso amenaza sin mucha convicción con matarla y se va.
Luego Ulrike suelta el carrete de que si el capitalismo oprime a los pobres hasta excluirlos, que si los traumas de la violencia y los desplazados, que si la falta de oportunidades en esta ciudad vendida al imperialismo gringo…
Le digo que todo eso está muy bien y que tiene razón. Le pregunto que cual es la responsabilidad de ese señor con respecto a su propia vida.
Me dice que ninguna porque no tuvo oportunidades.
Le explico que yo lo siento mucho, que el horror es que siempre hay elección; que llevo años tratando con personas sin techo tanto aquí como en Madrid y que, aunque disto de ser un experto en la materia, pienso que lo desgarrador de la marginalidad es que no hay nada ni nadie a quién culpar que no sea el propio desdichado; que los hay que pierden todos los trenes donde otros en peores situaciones saben remontar; que para ser lumpen en nuestras metrópolis contemporáneas, como para ser ignorante, hay que, de alguna manera, querer serlo.
Me dice que soy cruel.
Respondo que la vida es cruel y pido un brownie de chocolate con nata.
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Si quieres leer todas las andanzas de Juan: elviajedecríspulo
4 respuestas a «Responsabilidad»
Cuánta verdad en tus crueles palabras.
Su culpa es lo que ennoblece tu compasión, Juan. Tenlo presente.
Un día del año 1975 hice mi primer viaje a Bogotá. Llegué desde Houston, con parada en Panamá, a eso de las dos de la madrugada. La ciudad estaba bajo toque de queda. A partir de las diez de la noche te desplazabas con policía militar y a aquellas horas el aeropuerto esaba vacío, como en estado de sitio y con centinelas bien armados en sus posiciones de guardia.
No recuerdo el hotel, probablemente el Sheraton de entonces, quizás el Meridien, pero de aquella estancia guardo el buen, suave, café y la amabilidad elegante del camarero que subió el desayuno.
Durante la mañana tomé un coche con conductor para los asuntos que tenía que resolver y me di de bruces con algo que nunca he podido olvidar. Los gachupines, creo que les llamaban. Los niños de las alcantarillas vendiendo Marlboro y Winston en los semáforos. Hablé con alguno. No llegaba a los cuatro años de edad y miraba sin ver, ojos de cristal frío.
No se si aquí se entiende el hambre tal y como es cuando vive dentro de un ser humano y le acompaña cada minuto de su vida desde la infancia.
No se resuelve con comida porque su huella terrible ya te ha marcado el cerebro para siempre haciéndote incapaz de raciocinio y de memoria de tanto vivir en la carencia absoluta de todo alimento. Físico y moral.
En ese momento sólo caben el dolor y quizás las lágrimas de impotencia.
Desde entonces ya van más de treinta y cinco años y aún veo los ojos de aquel niño. Espero que un día nos encontremos al otro lado para poder decirle que toda la vida le he tenido en mi recuerdo.
Que un niño pase hambre es la mayor atrocidad.
Pero no es algo que nos quede tan lejano.
La infancia de mi padre se puede resumir en una sola palabra: hambre.
Con cinco o seis años iba al Palace para abrir las puertas de los coches que llegaban y disputarse las propinas con otros chavales.
Todos tenían hambre.
Unos acabarían robando. Otros, como mi padre, acabarían subiéndose a un andamio, hartos del ruido de las tripas.