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En línea recta

Miguel Pérez de Lema

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Me llega la imagen de stock de este modelo de cantamañanas. Un nuevo tipo humano del que se ocuparán los dominicales. Al parecer se trata de una evolución del yupi de los ochenta y noventa, que suma a la soplapollez del yupi la obsesión por tener lo ultimisísimo en tecnología.

Y además necesita enseñarlo.

Todos hemos visto a alguno parecido por esos aeropuertos de Dios.

Nunca se relajan. No tienen tiempos muertos. Son su máscara y están tan agradecidos a la máscara que te matarían cuando te ven quitarte la tuya.

Te sientas en la sala de espera del aeropuerto, con tus zapatos viejos, y toda tu vieja humanidad a cuestas, te quitas la corbata y te miras la mancha de café de la solapa -creo que no se nota demasiado- y lo ves, allí, apretando botoncicos, como si llevara el pulso de la galaxia bajo su control cuando apenas controla su propia ignorancia.

Qué lástima da pensar que este tipo esté en la cúspide de la pirámide de la evolución. Hombre blanco, si supieras cómo te compadezco.

Que nos derroten ya las cucarachas, que esto se está alargando demasiado.

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Para estos casos, tiene uno la suerte de poder echar mano de Pessoa-Alvaro de Campos, y de su

POEMA EN LÍNEA RECTA

Nunca conocí a nadie a quien le hubiesen roto la cara.

Todos mis conocidos fueron campeones en todo.

Y yo, que fui ordinario, inmundo, vil,

un parásito descarado,

un tipo imperdonablemente sucio

al que tantas veces le faltó paciencia para bañarse;

yo que fui ridículo, absurdo,

que me enrollé los pies en las alfombras de la formalidad,

que fui grotesco, mezquino, sumiso y arrogante,

que recibí insultos sin abrir la boca

y que cuando la abrí fui más ridículo todavía;

yo que resulté cómico a las camareras de hotel,

yo que sentí los guiños entre los chicos de los recados,

yo que estafé, que pedí prestado y no devolví nunca,

que aparté el cuerpo cuando hubo que enfrentarse a puñetazos,

yo que sufrí la angustia de las pequeñas cosas ridículas,

me doy cuenta que no hay en este mundo otro como yo.


La gente que conozco y con quien hablo

nunca cayó en ridículo, nunca sufrió un insulto,

nunca fue sino príncipe -todos ellos príncipes- en la vida…


¡Ah, quién pudiera oír una voz humana

que confiese no un pecado sino una infamia;

que cuente no una violencia sino una cobardía!

Pero no, son todos la Maravilla si los escucho.

¿Es que no hay nadie en este ancho mundo capaz de confesar que una vez 

fue vil?

¡Oh príncipes, mis hermanos!


¡Basta, estoy harto de semidioses!

¿Dónde está la gente de este mundo?

¿Así que en esta tierra sólo yo soy vil y me equivoco?


Admitirán que las mujeres no los amaron,

aceptarán que fueron traicionados -¡pero ridículos nunca!-

Y yo que fui ridículo sin haber sido traicionado,

¿cómo puedo dirigirme a mis superiores sin titubear?

Yo que fui vil, literalmente vil,

vil en el sentido mezquino e infame de la vileza.

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