Escultura y texto por César de las Heras
Se filtra la luz y va revoloteando con los pelos de Beltrán, al fondo se escucha la radio, las vacas pastan. Todo es habitual, todo es verde. He dormido profundamente, mil quinientos kilómetros en treinta y dos horas desgastan y hacen pensar. He reflexionado mucho, he mantenido una velocidad constante, he parado en áreas de descanso, he utilizado el silencio al deslizarme por la ibérica. Mucha observación, sinceridad privada, mi culo a cincuenta centímetros del asfalto no se esparce, se acomoda, curioso elemento que me persigue entrecortado.
De Segovia a Plasencia. Vas tomando impulso, coronas Tornavacas y te dejas caer por el valle del Jerte. La lógica de mayo se impone y desvestidos los cerezos de su traje primaveral, escondidos tras una niebla espesa, omiten al viajero mientras se acicalan. Desde el Tornavacas, cuando la niebla cubre al valle, da la impresión de introducirse en un mundo mágico; desciendes entre paredes húmedas y curvas revoltosas, simulas a un toro en el engaño, y te sientes observado, guiado, perseguido. La soledad del limpiaparabrisas, un solo de violín, una ruta tortuosa parapetada entre las nubes, un hombre más que observa y que no pasa de tercera, el asfalto vetusto y muy mojado, los cerezos frondosos, la respiración lenta, el transcurrir, ese leve pasar sin dejar huella, la precipitación del tránsito antes de las dos.
En Plasencia un instante, lo justo para entregar mi última escultura, “Conjurada Inés”, y salir hacia Salamanca. Al pasar por Guijuelo se baja el cristal, se huele profundamente y se rompe un sueño más, en Guijuelo no se encuentran aromas de jamón, pero se ven bellotas. Veo a lo lejos Salamanca y me lanzo hacia la A-6, hacia el norte, hacia Santiago, hacia el Barbantes.
Una noche en Santiago, otra más, paseos acompañados de mi impulso, comida de la mar y mencía suficiente para tambalear un cuerpo paciente que se mantiene entre la impaciencia de una mente evidentemente dubitativa. El Barbantes da a Rua do Franco, al fondo se deja ver la plaza del Obradoiro, justo en frente se topa la mirada con la casa de Fonseca, cuando la vista regresa creo sonrisas, y una sensación relajada cubre mi cara, una especie de siembra matutina me recorre sobre esta tierra amansada por gotitas diminutas, pero hoy el cielo es azul y vuelvo a mis cuarteles, el resto espera.
No puedo decir nada de mis sentimientos al pasar por los Ancares, sería estéril, únicamente puedo hablar del verde arrinconando a los grises, o de las flores cercando la autovía, quizás de los codazos de las nubes para asomarse al precipicio, o de la naturaleza señalando un camino de perfección. No utilizo las rectas, y del total me voy quedando con las partes vegetales, animista que mira estructuras de león, mundos en pelo, hojas por caer.